Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

El polvo de los dioses antiguos.

Los fragmentos de mi alma, antes esparcidos por el suelo tras años de distancia con mi padre, comenzaron a elevarse. La muralla que creí impenetrable se desvaneció, como un castillo de arena al contacto con la marea. Cuando él abrió sus brazos, los convirtió una vez más en el escudo protector que tanto había anhelado. El odio se pulverizó, y el perdón —como un rayo— trajo consigo una luz que desterró la oscuridad… entre la oscuridad.

—Te lo prometo, Victoria. Y también te prometo que volverás conmigo, apenas te gradúes de secundaria.

Sus palabras me dejaron sin voz. Me parecía imposible su cambio repentino. Horas atrás, se negaba rotundamente, y ahora, por arte de magia, todo había cambiado. Los milagros existen. Sentí cómo esa posibilidad encendía en mí la fuerza para enfrentar a mis propios demonios.

—¿No me estás mintiendo?
—No, Victoria. Te estoy diciendo la verdad, pero tú tienes que prometerme algo.
—¡Lo que quieras!
—Quiero que te hagas todos los exámenes.

Fruncí el ceño, no por enojo, sino por recordar la advertencia de mi abuela. Pero no era momento de negarme. No ahora, cuando mi padre parecía, por fin, regresar a mí.

—Está bien, mañana me los haré —respondí.
—Ah… hay otra cosa que me preocupa —añadió—. Andrea me dijo que casi no comes. Y, viéndote bien, estás muy delgada. No estarás haciéndolo para verte más flaca, ¿verdad?

La impotencia me asfixió. ¿Cómo explicarle que la comida sabía podrida, corrompida, que cualquier bocado me revolvía el estómago hasta hacerlo expulsar? ¿Cómo decirle que aquello no era una obsesión con mi cuerpo, sino algo que no podía controlar? Sabía que no me creería. Así que guardé silencio, y ese silencio fue su confirmación.

—¿Entonces es cierto? —insistió, consternado—. ¡Hija, tienes que comer! ¿Con razón estás tan débil?

Ojalá fuera tan simple, pensé. Que todo se redujera a un desorden alimenticio. Quizás sí estaba perdiendo la razón. O tal vez ya no distinguía qué era real.

—Por lo menos espero que aún te gusten los chocolates de tu abuela —dijo de pronto, interrumpiendo mis pensamientos.
—¿Los chocolates de mi abuela?
—Sí, Victoria. Eso dije. ¿No me estás escuchando?
—Sí, papá… solo que suena extraño oírte mencionarla. No es propio de ti.

Él arrugó la frente, incómodo.
—En fin. Ella te mandó este cofre.

La conversación terminó. Se levantó, me besó la frente y, con una emoción contenida en el rostro, salió de la habitación. Cerré los ojos un instante, para saborear la calidez de ese gesto.

Me volví hacia el cofre con ansias. Lo abrí lentamente, impaciente por descubrir qué mensaje me enviaba mi abuela. Pero, tal como dijo mi padre, solo encontré bombones de chocolate.

—¿De esto se trataba? —murmuré, confundida—. ¿Por qué me dijo con tanto recelo que nadie debía verlo? Mi padre tuvo que haberlo revisado…

Aparté las dudas y tomé uno de los bombones. El envoltorio crujió en mis dedos. Al llevármelo a la boca, el sabor me envolvió con una oleada de recuerdos: la dulcería, el perfume del cacao fundido, y mi abuela batiendo la mezcla en una gran olla de barro. Cerré los ojos, y una lágrima rodó al comprobar que el sabor seguía intacto, puro, sin el extraño matiz que ahora corrompía todo lo que comía. Tomé otro. Y otro. Hasta quedar saciada.

Me recosté en la cama, colocando el cofre sobre el abdomen.
—Tiene que haber algo más… —susurré.

Lo abrí de nuevo. Saqué los bombones restantes y pasé los dedos por los grabados que rodeaban el cofre, dispuestos como un cinturón. Uno parecía un grupo de tres rayos; otro, un árbol de raíces retorcidas. También había un círculo con una cruz inscrita.

Los símbolos me resultaban inquietantemente familiares.
—¡Claro! —exclamé, incorporándome de golpe.

Me levanté de golpe y busqué el libro de cultura celta que había comprado aquella tarde fatídica. Por suerte no lo había dejado en el internado. Lo abrí con prisa y comparé los grabados: eran idénticos. El cofre estaba decorado con símbolos celtas.

Había uno que sobresalía apenas, imperceptible a simple vista. Tenía forma de espiral. Algo dentro de mí me impulsó a tocarlo; tomé una pinza de cejas y comencé a presionar el relieve hasta dejarlo al mismo nivel de los otros. Entonces, un leve chasquido quebró el silencio: la base del cofre se abrió repentinamente.

Ante mis ojos, la prueba de que mi abuela no mentía. Era cierto lo que me había susurrado en sueños y confirmado por teléfono. En ese instante comprendí que ella no era la mujer desequilibrada que mi padre creía, sino algo más: alguien que sabía cosas que los demás preferían negar. Dentro del compartimiento secreto había varias bolsitas, similares a las del té, acompañadas de una carta.

Reconocí su letra al instante.

Victoria: dentro hallarás unas bolsas; cada una contiene un polvo muy especial. Disuelve una en dos litros de agua y bébela como si fuera agua normal. No permitas que nadie lo sepa, ni siquiera esa amiga tuya que tanto aprecias. Los bombones que te envié también están mezclados con este polvo.

Sé que tienes muchas preguntas y te debo muchas respuestas. Con esto te sentirás mejor y podrás hacerte los exámenes, pero recuerda: su eficacia disminuye si la ira o el miedo se apoderan de ti. No dejes que te gobiernen. No estás sola. Te adoro, y eres especial.

P. D.: No repartas los dulces. Y no te preocupes por tu padre, me aseguré de que no probara ninguno.

Mis dedos temblaban. Volví a leer cada línea. En cada palabra, en cada símbolo, había un código silencioso que me invitaba a descifrarlo. Pensé en su receta de chocolate, en aquel detalle que nunca había notado: ella servía mi taza desde un recipiente aparte, nunca de la olla común. Quizás, desde entonces, me había estado preparando para algo.

Cerré los ojos. Si lo que imaginaba era cierto, aquella bebida no era solo un remedio, sino un lazo. Una manera de mantenernos unidas más allá de la distancia.




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