Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Almas entrelazadas.

Andrea había reservado la cita para los exámenes varios días antes. Yo, en cambio, apenas estaba lista para salir y convertirme en víctima de las agujas. Tomé la botella con el preparado —la llevaba escondida en una de mis maletas—, vertí un poco en un vaso y lo bebí de un trago. Me quedé observando el contenido restante. Era asombroso: el líquido transparente no mostraba alteración alguna en sabor ni color, pese a que, la noche anterior, al abrir una de las pequeñas bolsas, había visto cómo el polvo se deshacía en una mezcla de colores, con un tenue brillo escarchado que resplandecía cuando la oscuridad lo tocaba.

Ese recuerdo me llevó a cerrar la ventana para comprobar si mi teoría era cierta. Lo había preparado con tanta prisa que no presté atención a ese detalle al mezclarlo. Tomé la botella y la sostuve frente a mí: tenía razón. A la luz parecía agua común, pero en la penumbra revelaba su secreto: un resplandor interior, como si diminutas luciérnagas viajasen en su interior.

—Debo esconderlo mejor —murmuré.

Tras vaciar un poco en una botella pequeña para llevar conmigo, guardé el resto con cuidado y salí hacia la sala. Allí estaban mi padre y Andrea.

—¿Lista, Victoria? —preguntó él, examinando mi rostro. Creí percibir un destello de temor en su mirada, como si dudara que, a último minuto, rompiera mi promesa de realizarme los exámenes. Sonreí para disipar su angustia.

—Sí, ya estoy lista.

Entramos al auto. Esta vez Andrea no me regañó por no desayunar —era necesario para los análisis—, pero dejó en claro que después de hacérmelos no aceptaría más negativas de mi parte. El pensamiento de la aguja perforando mi piel me provocó un escalofrío. Respiré hondo, ocultando mis nervios para que mi padre no notara la ansiedad que me recorría. A veces me miraba por el retrovisor.

Cuando llegamos a la clínica, una palidez notoria me cubría el rostro. Mi padre aparcó. Andrea salió rápidamente, pero yo me quedé estática, incapaz de mover las piernas.

—¿Pasa algo, Victoria? ¿No puedes salir del carro? —preguntó Andrea.

—No me pasa nada.

—Victoria, no seas tan cobarde; ya verás que todo será rápido.

Fruncí el ceño. Para los demás era fácil decir: Tómalo con calma. A ellos no les sacarían sangre ni los meterían en ese resonador magnético que capturaría imágenes de su cerebro.

Me aferré al brazo de mi padre. Su compañía era mi única certeza. Nos dirigimos hacia la recepción; yo opté por sentarme en el pasillo mientras Andrea y mi padre hablaban. La conversación fue breve. Andrea me hizo señas para que me acercara y se volvió hacia mi padre:

—Alberto, ve con Victoria. Yo voy al cafetín por un café. ¿Te traigo algo?

—No, gracias, así estoy bien.

Mi cobardía llegó a su punto máximo; las piernas me temblaban.

—¿Te importaría si voy al baño un momento? —pregunté.

—Victoria, aprovéchalo para tranquilizarte. Aquí te espero. Recuerda que las cosas malas se hacen deprisa —dijo él.

—Te prometo que seré breve.

Caminé rápido por los pasillos hasta el baño. Lo primero que hice fue echarme agua en el rostro; tenía que dominar esos nervios. Mi tía y mi padre tenían razón: debía terminar esto cuanto antes. Abrí la cartera y bebí un trago del “agua de luciérnagas” —así la había bautizado yo—. Seguí respirando hasta sentirme casi ridícula. ¡Era solo un pinchazo! ¿Cómo podía temerle, cuando ya había visto y sentido cosas peores?

Salí del baño más tranquila. Era tan evidente mi cambio que hasta mi padre lo notó.

—¡Vaya, hija! Pareces otra Victoria, no la de hace unos minutos.

Y tenía razón. Empezaba a sospechar que aquella agua tenía otras facultades… quizá también la de apaciguar la angustia. Y en ese instante, me vino como anillo al dedo.

Entré a la habitación. Un hombre de apariencia amable hizo una seña a mi padre para que esperara afuera; antes de salir, él me dedicó una mirada de apoyo que me sostuvo más de lo que quería admitir.

Me quité el suéter y dejé mi brazo desnudo, expuesto al enfermero. Sentí cómo me ataba la goma alrededor del brazo; desvié la vista, como quien rehúye al mordisco de un vampiro. Temía que mi valentía se resquebrajara. En vez de mirar la aguja, me obligué a recorrer la sala con la vista: tubos llenos de sangre, ordenados con precisión quirúrgica. Ese rojo intenso me devolvió la imagen de Emily tendida en el suelo de mi pesadilla. Sin embargo, esta vez el olor no me produjo aquella extraña y atractiva sensación del internado; era solo sangre, sin magnetismo.

—Listo.
Lo miré sorprendida.

—¿Ya me sacó la muestra?… No sentí nada.

Me levanté de la silla. El enfermero me colocó un algodón impregnado en alcohol y me sonrió con profesionalidad. Salí de la habitación, feliz de haberme mantenido en pie. Andrea ya se había reunido con mi padre; los dos me contemplaban. Mi tía no se aguantó y lanzó su broma:

—Victoria, ya estaba diciéndole a Alberto que tendríamos que buscar una camilla para sacarte desmayada.

Sonreí sin ganas, mientras mi padre le seguía la corriente.

—En fin —continuó Andrea—, ya ves que todo fue rápido. Ahora solo resta esperar los resultados y aguardar tu turno para la resonancia. Eso es lo bueno de hacer las citas con tiempo.

—Qué eficiencia la tuya, tía —declaré con mueca de asombro—. Cualquier ejecutivo, incluso mi propio padre, mataría por una asistente tan efectiva.

Ella sonrió por mi comentario.

—Cuando uno quiere a alguien, hace lo que sea.

Su frase me atravesó. Yo también haría lo que fuera por los míos. Mientras Andrea y mi padre hacían planes para almorzar, la inquietud en sus miradas delataba lo mismo que yo sentía: el deseo de saber qué dirían esos análisis.

—Victoria Montesinos —dijo una enfermera. La miré sorprendida por su tamaño; parecía un hombre disfrazado de mujer. Su cara inexpresiva me anunció que era la encargada de la resonancia.

Me levanté rápidamente del asiento. Ya no tenía miedo. En mi interior deseaba que ese examen revelara algo que me hiciera comprender lo que me pasaba. Giré hacia mi padre: él me guiñó un ojo.




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