Ya en la sala, lo encontré charlando con el tío Gustavo, así que no quise interrumpir y me dirigí a mi lugar favorito de la casa: el invernadero.
Caminé hasta su interior y me sorprendió ver que Andrea estaba allí, atendiendo los nuevos cultivos.
—Hola, tía… ¿Qué haces?
—Estoy acariciando a mis princesas. Ven y acércate, así aprenderás a cuidar cada especie —le tomé la palabra y me acerqué.
—Vicky, me he dado cuenta de que te atrae mucho el invernadero. Lo disfrutas tanto como yo.
—No te lo puedo negar. Aquí siento paz; es como mi templo… ¡Es mágico!
—Vaya, Victoria, es profundo cómo expresas lo que sientes por este lugar. Pensé que en esta casa yo era la única que experimentaba esas sensaciones. Hoy en día son pocas las jóvenes interesadas en el cultivo de flores.
—Entonces me alegra ser una de las pocas que quedan —dije, mientras Andrea sonreía.
Me entretenía observando atentamente a mi tía cuidar sus flores, algo que para otros podría resultar aburrido. Mientras me explicaba, me contaba que, al igual que las personas, cada planta tenía necesidades distintas; cada una era única. Y tenía razón: cuando das amor, todo cambia. Las flores, como los seres humanos, necesitaban cariño para desarrollarse plenamente.
Andrea dejó a un lado su concepto personal sobre el cuidado de las flores y nos dirigimos a otro rincón del invernadero donde tenía clasificados los injertos.
—Ven, Vicky, quiero mostrarte otra variedad producto de injertos —me dijo. Yo las había visto antes, la tarde en que me aventuré a bajar por la ventana, pero eso era un secreto que no le contaría. La seguí en silencio; ella me tomó de la mano y me ubicó a su lado.
—Voy a explicarte cómo se realiza este proceso —añadió—. Por alguna extraña razón, sentí que esta escena ya la había vivido.
—Primero debo explicarte qué es un injerto. Supongo que tienes una idea, pero, aun así, déjame detallar.
—No te preocupes, tía. Prometo no interrumpirte mientras das tu clase —respondí, con un ligero tono de juego.
—Entonces comenzaré —dijo en tono juguetón—. El injerto se produce cuando se inserta una parte viva de una planta en otra. Ambas conviven y se fusionan vegetativamente. La planta base se llama patrón, y la parte acoplada se conoce como injerto o esqueje.
—No sabía lo de patrón y esqueje. Ya ves, aún me falta aprender —dije, mostrando interés, y eso inspiró a Andrea a profundizar más.
—Hay muchas clases de injerto: de estaca, doble púa, aproximación… ¡Pero basta de teoría! Déjame mostrarte la práctica.
Andrea se acercó a dos plantas en mesetas, tomó una rama de cada una y, con una navaja filosa, hizo cortes idénticos. Mientras observaba, una aflicción repentina me invadió. Intenté ignorarla, pero no pude dejar de sentir cómo la tristeza se esparcía por mi pecho como un frío silencioso. Involuntariamente, llevé la mano al corazón para aliviar la opresión, dificultándome respirar.
Andrea estaba absorta en su trabajo, ajena a mi lucha interna, casi como si un zombi me obligara a seguir observando. Usó ambas ramas y, en el instante en que las unió perfectamente, todo se ralentizó a mi alrededor, como si el tiempo se detuviera. Mis oídos dejaron de percibir el sonido, y un silencio absoluto llenó la sala. Frente a mis ojos, la escena se convirtió en una película en cámara lenta: el ensamblaje de ramas, la fusión de vida, la sensación de algo más grande y misterioso que yo misma.
Todo se volvió inmóvil a mi alrededor. Era como si el mundo hubiera dejado de respirar y el tiempo se hubiese petrificado en una sola exhalación. Mis pupilas no podían apartarse de las dos secciones unidas; ante mí, el injerto comenzó a transfigurarse, su savia y su corteza adoptando formas humanas: primero, un hombre; luego, una mujer. Era imposible creerlo, pero allí estaban, gestándose ante mis ojos como en un sueño antiguo.
Entonces, el suelo se abrió bajo mis pies. Sentí un jalón violento que me arrastraba hacia abajo, como si una fuerza ancestral me reclamara para un descenso eterno. Extendí la mano hacia Andrea, pero ella permanecía inmóvil, convertida en estatua, sin poder socorrerme. Todo se disolvió en figuras inconclusas, como espejos rotos de vidas pasadas que se alzaban en torno a mí mientras me hundía en un pozo oscuro.
Cuando por fin el descenso terminó, ya no estaba en el invernadero. Me hallaba en un salón de fiestas inmenso y lóbrego, con candelabros encendidos que no lograban ahuyentar la oscuridad ni la angustia. Mi alma lloraba pidiendo ayuda desde lo más hondo de mi ser. Un dolor visceral, imposible de calmar, me atravesaba.
Vi a Estefanía tendida sobre el cuerpo sin vida de un joven. Sus manos temblorosas acariciaban su cabello ensangrentado mientras sollozaba. Alcé la vista: criaturas que parecían humanas, pero no lo eran, nos rodeaban. De sus cuerpos surgían marcas como jeroglíficos en relieve, brillando con luces opuestas: unas blancas, otras de una oscuridad absoluta. Una vez más, yo veía la escena a través de los ojos de Estefanía; ella continuaba contándome su historia sin palabras.
—¡No te vayas! —le suplicaba al joven tendido—. ¡Por favor, levántate! ¡Dios mío, su sangre se ha derramado por mi culpa! ¡Por qué tuviste que hacerlo! ¡Por qué tuviste que matarlo!
Cada lamento suyo me desgarraba como si fuera mío. Me arrodillé a su lado, aunque supiera que ella no podía verme. Quise quedarme allí hasta que mis lágrimas se evaporaran en el suelo. Entonces la imagen se fragmentó: vi a su espíritu salir de su cuerpo en un destello blanco, convertirse en humo y entrar en mí como un relámpago.
El mundo giró violentamente hasta que unos brazos fuertes me levantaron del piso, respondiendo a la pregunta que Estefanía había dejado flotando.
—¡No tenía elección… él tenía que morir!
Aquella voz me atravesó como un veneno, lenta y devastadora. Lo miré: era un caballero alto y de porte regio, de mirada inmortal. Nunca había visto ese lugar, pero todo me resultaba familiar: su voz, su presencia, incluso su dolor. Un lazo indestructible nos unía, como si mi alma le perteneciera desde antes de nacer.