El sueño y el cansancio no me habían abandonado por completo; me recosté en la cama y lentamente mis párpados se hicieron pesados. Aunque deseé que el sueño fuera reparador, mi inconsciente me arrastró a otra historia perturbadora, donde personajes irreales se multiplicaban sin control.
Primero me encontré en un bosque inmenso, envuelto en la noche. Estaba sola y desorientada frente a aquella frondosidad. No tenía voluntad propia y desconocía qué hacer. Llevaba un vestido largo y ceñido de seda blanca que dejaba al descubierto mi espalda y mis brazos. Aunque la prenda era ligera para la fría noche, sentía un extraño equilibrio, como si el frío no me afectara.
Avancé por la espesura siguiendo un sendero que reconocía; una voz interior me guiaba. Podía sentir la tierra húmeda bajo mis pies descalzos y el crujir de las hojas secas que se atrapaban en la cola de mi vestido, dejando un rastro detrás de mí. Empecé a sentir que alguien me observaba, pero no había miedo. Continuaba explorando mi odisea con firmeza.
Atravesé un árbol caído y, aunque no sabía hacia dónde me conducía aquella voz, continuaba obedeciendo, siguiendo un destino incierto que me llamaba desde la oscuridad.
Se produjeron innumerables voladas de cuervos a mi alrededor, impidiéndome el paso. Giraban frenéticamente hasta envolverme en un torbellino negro. Entonces volví a escuchar su voz, ese inconfundible timbre que reconocería en cualquier lugar, tan familiar como los ojos azules, similares a los míos.
—No luches contra ellos, solo sigue caminando.
Cumpliendo órdenes, avancé. A cada paso que daba, los cuervos caían muertos a mis pies, desvaneciéndose como si nunca hubiesen existido. A lo lejos, una luz mortecina se filtraba entre la niebla. Me apresuré hacia ella y, al acercarme, descubrí que provenía de la hacienda El Renacer. El viento soplaba tenuemente, acariciándome el rostro. Quedé inmóvil ante aquella fortaleza. Algo en su interior me llamaba con una fuerza desconocida, una atracción casi dolorosa.
—Ven, Victoria… Derriba la puerta, devuélveme a la vida. Quiero estar junto a ti.
Esta vez me llamaba por mi nombre, no por el de Estefanía. Sus palabras eran poderosas, cuerdas invisibles que me jalaban hacia él. De pronto, un relámpago estalló, cayendo cerca de mí. El trueno me estremeció hasta los huesos. Un árbol interceptó el rayo, partiéndose en dos, y un temblor helado me recorrió el cuerpo.
Intenté retroceder, pero de la oscuridad surgieron figuras humanas con túnicas verdes y capuchas que les cubrían el rostro. No podía verles los pies ni las facciones, solo sus manos pálidas que parecían flotar en la penumbra. El miedo se afiló en mis venas.
—¡Yo los conozco!… ¿Qué quieren? —grité, intentando romper el círculo que me rodeaba.
Dos de ellos me sujetaron. Su tacto me laceró la piel, como si el frío mismo me apresara.
—Suéltenla —dijo una voz entre ellos.
El grupo se apartó para dejar pasar a un hombre más alto, vestido con una túnica azul que brillaba bajo la débil luz lunar. A medida que se acercaba, el color de su atuendo se transformaba de azul claro a oscuro, igual que el mar cuando lo toca la luna. Tampoco podía verle el rostro: la capucha lo mantenía oculto.
—Ven —dijo, tomando mi brazo.
Temí que su roce me quemara como el de los otros, pero su tacto era cálido y suave.
—Debes regresar por donde viniste. Aún no ha llegado tu tiempo —añadió con voz grave.
Quise responder, pero las palabras no salieron de mi boca. Sentía que su presencia me neutralizaba, despojándome de toda fuerza.
—No dejes que te domine —advirtió—. Debes salvarte… o te condenarás.
Me giró con delicadeza hasta dejarme frente a la puerta del castillo.
—Sin embargo, antes de comprender, debes mirar la oscuridad que te reclama.
De sus manos emanó un resplandor. Luego pronunció unas palabras que resonaron como una invocación:
—¡Quito las vendas de tus ojos! ¡Te ordeno que mires más allá de este umbral!
Un rayo de energía me empujó hacia el interior de la fortaleza, conduciéndome ante una enorme puerta de hierro forjado. En su superficie se alzaban figuras humanas esculpidas: unas con colmillos y alas desplegadas, otras mitades hombres, mitad bestias. Parecían enfrentarse en una batalla eterna.
Aparté la vista, horrorizada.
—No desvíes la mirada —ordenó él—. ¡Observa! Quiero que veas.
—¡No quiero ver! —grité.
—¡Tienes que hacerlo! Solo así entenderás hacia dónde te llevaba esa voz.
Obedecí lentamente. Y entonces las figuras comenzaron a moverse. Las criaturas se desgarraban entre sí, mientras demonios de rostros amarillentos se arrastraban por el marco de la puerta. Sus ojos lascivos me hicieron arder los míos. Lloré. Mis lágrimas caían pesadas, negras, y al tocarlas sentí el dolor de mil cristales pulverizados.
—¡Vete ya! —me gritó el ser misterioso.
—¡No puedo moverme! Me duelen los ojos —dije con desesperación.
Él se acercó y colocó su mano en mi frente.
—Vete mientras aún puedes. No dejes que él entre en tus sueños. Solo tú puedes detenerlo.
—¿Quién eres? ¿Por qué quieres protegerme? —pregunté, entre sollozos.
No respondió. Su silencio era más profundo que la noche.
—Por lo menos déjame ver tu rostro —supliqué.
Nada. Me tomó por los hombros y me empujó con fuerza sobrenatural fuera del castillo. Mientras caía, escuchaba los alaridos agudos de las bestias; me cubrí los oídos, pero sus chillidos atravesaban mi mente. El suelo comenzó a temblar, resquebrajándose. Cerré los ojos con fuerza hasta sentir un calor envolvente que me rodeó por completo.
Levanté el rostro y, entre la neblina, vi la silueta del encapuchado. Su energía irradiaba de nuevo desde las manos.
—¡Levántate, no les temas! —ordenó.
Su voz me infundió valor. Sin embargo, el pánico aún me dominaba. En ese instante, la otra voz, la de mi ángel acosador, volvió a surgir entre los ecos del sueño.