Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

A dondequiera que vayas.

Ni la distancia, ni la muerte, ni el olvido pueden romper lo que no nació de este mundo.

A dondequiera que vayas… ahí estaré, respirando en tu sombra.

El temido domingo había llegado. No podía creer lo rápido que se habían ido los días. Lo que más me atormentaba —más que mis últimas revelaciones— era que mi papá se marcharía mañana. Abordaría ese avión que lo alejaría de mí una vez más. No quería que se fuera, mucho menos ahora que se había convertido en mi fuerza.

Respiré varias veces para contener el vacío que ya se apoderaba de mi garganta. El nudo parecía cobrar su deuda. Me senté en la orilla de la cama, obligándome a domar el dolor. Esta vez lo logré. Recuperé fuerzas y fui al espejo para arreglarme el cabello.

El olor de la carne asada en la parrilla del patio se colaba por mi ventana. Me asomé rápidamente; todos estaban reunidos, brindando y riendo como locos. Mi padre y sus primos charlaban animadamente. Miré intensamente la figura de mi padre. Se volvió hacia mi ventana. Bajé las cortinas, queriendo ocultar mi acecho. Quería estar junto a él.

Entonces recordé lo del agua y sus efectos en mi cuerpo. Sin pensarlo, tomé un poco. Miré mis ojos en el espejo y la inflamación había desaparecido, como si nunca hubiera estado allí. Respiré aliviada y bajé a incorporarme con los demás.

Me coloqué mi mejor sonrisa. Mi papá se acercó y colocó un brazo sobre mi hombro.
—Vaya hija, voy a creer que en verdad eres médico. Mira tus ojos, creí que esa inflamación duraría días, pero apenas duró uno y medio.

—Yo te lo dije —respondí, con una pequeña sonrisa y un nudo en el pecho que me recordaba el sueño de la noche anterior.

Llegamos donde estaban los demás, los hijos de mis tíos me saludaron cariñosamente como siempre lo hacían cada vez que venían; esta vez se unió Jorge, el primogénito de Eduardo, (hijo mayor del tío Gustavo y Andrea). Jorge estaba a punto de graduarse en leyes, era un chico alto y delgado, no era feo, pocas veces habíamos tratado porque vivía preso en sus estudios que le exigían bastante, no había ido solo, lo acompañaba su prometida, se llamaba Julia, una chica agradable de cabello largo castaño.

—Espero que tengan hambre, porque monté unas piezas grandes —nos dijo el tío Gustavo, rebosante de felicidad al ver a casi toda la familia unida.

Me acomodé en un rincón, observando los gestos afectuosos entre Jorge y Julia. Sentí un pequeño pinchazo de tristeza. Sabía que ese noviazgo no era para mí. ¿Qué chico podría querer estar al lado de una chica que gritaba en la noche y veía cosas que no eran reales?

Dejé de pensar cuando Javier, hijo de Andrea, inició una conversación. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente deambulaba.
—Ya te falta poco, Victoria, para que termines la secundaria. Dentro de poco conocerás el mundo universitario. Mi madre dice que eres una excelente estudiante.

Mi papá sonreía orgulloso. Yo sentí miedo. Todos los momentos de mi vida eran una prueba que apenas podía superar. Quizás en la universidad las personas no serían tan crueles como en la secundaria… quería creerlo.

—¿Y qué carrera quieres estudiar?

—Me gusta Ingeniería Civil.

—¿En serio? Igual que Alberto.

—Sí, siempre me ha llamado la atención la construcción.

—Siempre has sido insuperable en matemáticas y física —agregó Andrea.

—Y dibujando también —aportó mi papá.

Me sonrojé, desconcertada. No dibujaba… pero eso lo resolvería luego, cuando estuviéramos a solas.

Jorge, con una sonrisa pícara, sacó el tema que me incomodaba:

—Por lo que veo eres bastante inteligente. También te has puesto bonita. Solo falta que tengas un novio… o quizás ya lo tienes y no lo quieres traer.

Me quedé en silencio, sonrojada, sin saber cómo responder. Mi mente volvió a los extraños sueños y a la oscuridad que aún habitaba dentro de mí. ¿Cómo podría alguien querer estar cerca de mí, con todo eso dentro?

—¡No le metas esas ideas en la cabeza, Victoria! —intervino Andrea.

—Abuela, no estamos en tu época —bromeó Jorge, acercándose y dándole un codazo.

—No seas payaso y respeta a tu abuela —reprochó el tío Gustavo.

Todos se rieron. Jorge, confundido, soltó una carcajada. Mi papá no perdió la oportunidad:

—No es momento que Victoria tenga novio. Aún es joven, y quiero que se concentre en estudiar. Tampoco quiero que conozca esos amigos universitarios tuyos, más viejos y más… vividos —recalcó la palabra, con una ligera sonrisa protectora.

Javier bufó:

—Vaya, Alberto, como que eres un padre celoso.
Luego se volvió hacia mí:

—Pobre novio, el que tengas…

Todos rieron de nuevo, aunque el tío Gustavo apoyó a mi padre.

—Para todo hay tiempo. Y sé que Vicky no anda en búsqueda de novios todavía. Eso llega solo —me miró y sonrió.

—¿Qué es esto?, ¿una iglesia? ¿Me equivoqué de casa? ¡Solo hablaba del noviazgo! —dijo Jorge, divertido.

Mi padre se levantó y, acercándose, colocó su mano en su hombro, con una sonrisa que era medio amenaza y medio juego:

—¿No quieres un trozo de carne?

Jorge soltó otra pequeña carcajada. Julia le dio un codazo disimulado. Yo observé todo, intentando contener un suspiro. Entre las risas, mi corazón todavía recordaba la oscuridad de mis ojos rojos y el peso de mis sueños. Pero por un instante, entre el calor familiar, la sombra parecía retroceder… aunque sabía que no había desaparecido del todo.

Le hizo un gesto para que se callara. Había tenido la mosca detrás de la oreja todo el día, y Jorge, aunque no era mala persona, solía ser pesado con sus comentarios. La reunión siguió su curso; las risas y voces llenaron el patio. Me alivió que, después de haber sido el centro de atención, todos desviaran la conversación hacia otros temas.
Comí en silencio. Al terminar, ayudé a mis tíos a recoger el desastre. Julia se unió y se ofreció a fregar los platos conmigo. Mientras el agua tibia corría sobre nuestras manos, iniciamos una pequeña conversación.




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