Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

El retrato de Adrián.

Mi corazón latía desbocado. Una lágrima cayó sobre el papel justo cuando su voz volvió a resonar en mi mente, dulce, distante, viva:

Adondequiera que vayas… siempre estaré contigo.

—Adrián… —susurré.

El aire en la habitación se volvió más pesado. Apreté el dibujo contra mi pecho. Tú y yo somos una sola persona, había dicho él una vez, en mis sueños.
Y, por primera vez, dudé si aquello había sido un sueño. Deseando con desesperación que aquel rostro cobrara vida. Era él. Aunque su imagen en mi memoria era difusa, mi instinto lo gritaba: era él. No pude contenerme frente a mi padre. El sentimiento era demasiado vasto, demasiado antiguo, como si en mis venas despertara un código secreto, un virus de amor y de destino.

Mi padre me observaba, desconcertado.

—Victoria, ¿quién es ese joven? Si no te conociera, juraría que es tu novio —dijo con una mezcla de recelo y asombro.

No le respondí. Solo seguí mirando el dibujo, atrapada por la intensidad de aquella mirada.

—Hija —continuó—, sé que lo del novio no tiene sentido. Ese dibujo lo hiciste cuando tenías diez años.

—¿Qué? —mi voz tembló—. ¿Cuándo tenía diez? ¿Por qué no lo recuerdo?

—Si dejas de venerar por un momento ese retrato, quizá logre explicarme —dijo con una sonrisa leve.
Me obligué a escuchar.

—Lo hiciste durante uno de esos episodios tuyos —su voz bajó—. Aquella tarde discutimos por las clases de inglés, ¿recuerdas? Te encerraste en tu cuarto. Cuando fui a verte, estabas tirada en el suelo, rodeada de lápices y hojas. Dibujabas sin pausa. Te hablé, pero no respondiste. Te dejé tranquila. Cuando regresé, estabas dormida, y el dibujo… ya estaba terminado.

—¿Por qué no me lo mostraste después?

—Iba a hacerlo, pero desistí cuando una noche te escuché decir ese nombre —me miró con cautela—. Adrián.

—¿Solo porque dije su nombre decidiste esconderlo?

—No, Vicky. Lo hice porque cuando te lo mencioné, mostraste confusión. Me dijiste que no sabías de qué hablaba.

Tomó aire antes de continuar.

—Mi pregunta es: ¿existe? ¿Este es el Adrián que nombras mientras duermes?

Me quedé en silencio. Era como si una puerta invisible se abriera entre nosotros, una que llevaba a lugares donde ni la razón ni la fe se atrevían a entrar.

—Sí, ese es su nombre. Pero lo demás… no lo sé, papá.

Él bajó la mirada.

—Victoria, llevo años intentando entender esto. Buscando respuestas lógicas. No las encuentro. Y las otras posibilidades… me aterran.

—Bienvenido a mi mundo —murmuré—. Yo vivo en eso todos los días.

Mi padre suspiró, la voz se le quebró apenas.

—Quise creer que era un amigo imaginario, alguien que viste en televisión, o una invención de tu mente para llenar vacíos. Sé que no he sido un padre fácil. Tal vez por eso te aferraste a este personaje.

—Hablas de él en presente —susurré.

—Sí, hija. Porque aún lo nombras. Te escucho por las noches, cuando duermes… y lloras. Andrea también lo sabe. Todos han oído cómo lo llamas, una y otra vez, con desesperación.

—Ya lo sé.

—¿Ahora entiendes lo importante que es para mí que hables con Rebeca?, ¿o es que acaso no quieres saber la raíz de todo?

—Sí quiero, papá, pero tengo miedo.

—Es normal que lo tengas; imagínate si no lo sintieras, no serías humana, ¿no lo crees? —Lo miré asintiendo con la cabeza.

—Tienes razón… Te prometo que se lo voy a mostrar a Rebeca, pero con una condición.

—¿Cuál, Victoria?

—Que el dibujo se quede conmigo.

—No hay problema, puedes hacer lo que quieras con él; al fin y al cabo, tú lo creaste; lo único que te pido es que no olvides mostrárselo a la señorita Rebeca.

Antes de que mi padre saliera de la habitación, me miró por un instante; yo continuaba admirando e idolatrando el dibujo.

—¿Ahora entiendes lo importante que es para mí que hables con Rebeca? ¿O es que acaso no quieres saber la raíz de todo?

—Sí quiero, papá, pero tengo miedo.

—Es normal que lo tengas. Imagínate si no lo sintieras… no serías humana, ¿no lo crees? —Lo miré asintiendo con la cabeza.

—Tienes razón. Te prometo que se lo voy a mostrar a Rebeca, pero con una condición.

—¿Cuál, Victoria?

—Que el dibujo se quede conmigo.

—No hay problema, puedes hacer lo que quieras con él. Al fin y al cabo, tú lo creaste. Lo único que te pido es que no olvides mostrárselo a la señorita Rebeca.

Antes de salir de la habitación, mi padre me miró por un instante. Yo continuaba admirando e idolatrando el dibujo.

—Voy a sentir celos por cómo miras ese retrato —bufó, arrancándome unas risitas.

—Papá…

—Por lo menos ese chico no es real y no intervendrá en tus estudios. Lo primero que deseo…

—Sí, ya sé. Lo primero que deseas es que me gradúe.

—¡Exactamente! —Y con esas palabras salió sonriendo de mi cuarto.

Aunque su último comentario me entristeció, era verdad: él no era real. No quise pensar en esa frase y seguí contemplando aquellas facciones impecables, hasta que otro rostro, otra mirada ya conocida, irrumpió en mi memoria sin permiso, como un vendaval arrasando con todo a su paso. Vetó el rostro que reposaba en el papel con magistral perfección. Eran aquellos ojos tristes, tan azules e infinitos como los míos: la otra cara de la moneda, el ángel negro que conseguía despertar en mí una dependencia tan profunda que me dejaba indefensa ante su voluntad. Lo advertí en mi reciente sueño, y también en la visión que tuve en el invernadero.

El simple hecho de recordarlo me sumía en un abismo donde no tenía fuerza ni voluntad. Ambos rostros se mezclaban en mi mente, luchando como guerreros antiguos por dominar mi alma. Las imágenes se entrelazaban con violencia, desatando una tormenta de sensaciones que poco a poco se fue disipando, dando paso a la calma. Mis párpados cedieron al sueño, pero mis labios alcanzaron a pronunciar aquel nombre bendito: Adrián, mi fuente de energía, amor que se siente y brilla tan intenso como el sol, aun sin tener la certeza de que existiera.




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