Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

De vuelta al internado.

Querido diario:

En mi cabeza el mundo se desmoronaba, partiéndose en dos. Me sentía sola; nadie podía rescatarme de mi caída… excepto él. Es extraño amar a alguien que no conoces, alguien que solo habita en los sueños. ¿Cómo se puede tocar a una sombra que se disuelve apenas abres los ojos? Es patético y frustrante. Me anula los sentidos, igual que esas otras situaciones que se confunden con mis recuerdos, volviéndose una sola cosa. Entonces todo revive: lo siniestro, lo hermoso…
Ángel oscuro, ¿quién eres? ¿Por qué me persigues? ¿Por qué me das miedo y, al mismo tiempo, me atraes? ¡Debo estar enloqueciendo! Es lo más lógico.

Estas circunstancias me han hecho comprobar que la mente humana es un mecanismo complejo, capaz de jugarte las peores pasadas. Puede confundirte, hacerte dudar de lo que ves. Y la mía, debo admitirlo, es aún más exagerada: no se conforma con crear imágenes dentro de los márgenes del sueño, sino que las proyecta frente a mí mientras estoy despierta. Entonces entro en pánico, decaigo…
¿Cómo distinguir lo real de lo imaginario cuando todo lo que sueño, siento y veo carece de sentido? Aunque intente ignorar a esos extraños personajes, siempre emergen de la oscuridad, decididos a acompañarme dondequiera que vaya. Una maldición eterna.

No puedo ganar esta batalla contra mi razón, que ya nació perdida. Sé que no tendré los abrazos ni los besos de aquel rostro que ahora puedo recordar solo a través de un dibujo, pero su presencia arde en mi mente y en mi sangre. Lo que me hace distinta es también lo que me mantiene viva. Y aunque lo niegue, sé que está allí… formando parte de mi ser.

Victoria.

Mi padre había decidido llevarme al internado. Me emocionaba, pero no lo suficiente como para olvidar que hoy sería el día de su partida. Aquella mañana salimos más temprano de lo habitual; su vuelo estaba programado para horas después, así que aprovechó para hacer realidad uno de mis deseos. Tenía todo el equipaje dispuesto en el vehículo. Lo observé furtivamente mientras conducía, intentando ver el lado positivo de todo aquello. Él se marcharía, sí, pero volvería, y debía aprender a aceptarlo, a valorar su esfuerzo por acercarse a mí.

En mi morral, con todo el cuidado posible, guardaba el dibujo de Adrián. Había prometido mostrárselo a Rebeca. Aún no comprendía cómo había logrado hacer un retrato tan perfecto. Me emocionaba, pero también me inquietaba. Sentía que no era del todo obra mía.

Estábamos cerca del internado y mi corazón empezó a latir con fuerza. Moría de ganas por ver a Emily y Rebeca; sentía como si hubiesen pasado siglos y no apenas unos días desde la última vez que las vi. Cuando el coche se detuvo, el silencio se llenó de ese aire frío que anuncia un cambio. No solo mi padre y yo éramos los primeros en llegar: por alguna razón que desconocía, Rebeca ya estaba allí, de pie frente a la entrada, con su abrigo caqui ondeando entre el viento gris.

—¡Es Rebeca! —exclamé.

Mi padre bajó del coche, y yo lo seguí. En segundos llegamos hasta ella. Me abrazó con su calidez habitual; su sonrisa derritió cualquier sombra de tristeza.

—¡Te ves muy bien! —dijo.

Entonces sus ojos se posaron en mi padre, y noté algo nuevo en su mirada: un brillo distinto, casi secreto. Era como si ambos compartieran un lenguaje que yo no conocía. Mi padre respondió con una timidez que no solía mostrar. Fui testigo del leve destello que pasaba entre ellos, como un hilo invisible. ¿Cómo no lo había notado antes? Quizás siempre había estado demasiado absorta en mis propios pensamientos. Pero si aquello era lo que parecía, no podría existir mejor elección para él.

Sin darme cuenta, el colegio se fue llenando de estudiantes. Al ver tantos rostros, sentí una punzada de pánico, no por ellos, sino porque significaba que mi padre debía irse. Me aferré a él, cerrando los ojos para contener las lágrimas, pero sus brazos me rodearon con firmeza.

—Vamos, Vicky —susurró—, ya hablamos de esto.

Entonces, un destello. Abrí los ojos y vi a Emily acercarse con su cámara en las manos. Su presencia disipó parte de mi angustia. Era como ver a un ángel descender en el momento exacto. Corrí hacia ella y la abracé con fuerza.

—¡Por fin estás de vuelta, amiga! —exclamó.

El alivio me inundó al notar que ya no sentía aquella oscura pulsión de lastimarla. Todo parecía volver a la normalidad. Tomé su brazo y la acerqué a mi padre. Ella lo miró con cierta tensión, lo cual era comprensible después de todo lo que le había contado. Le hice un gesto tranquilo; todo estaba bien.

—¡Es un placer conocerlo! —dijo Emily, extendiendo la mano.

—Igualmente, señorita —respondió él, sonriendo.

—Victoria tiene suerte de tener amigas que la quieren tanto —añadió con un tono cálido.

El comentario logró que Emily se soltara un poco y volviera a su carácter natural.

—¿No le importaría si les hago unas fotografías a usted, Victoria y Rebeca?

—No me molesta, todo lo contrario —respondió mi padre.

Emily comenzó a disparar fotos con su entusiasmo habitual, riendo, pidiendo que nos moviéramos de un lado a otro. Luego, entre risas, se calmó.

Mi padre se acercó. Su mirada se detuvo en mí por un instante, y juraría que, en el reflejo del cristal de la cámara, vi un destello azul, tan intenso como el de aquellos ojos que me visitaban en sueños.

—Vicky, ¿te importaría si hablara un momento en privado con la señorita Rebeca? —Asentí con la cabeza, comprendiendo al instante de qué trataría aquella conversación. En mi interior, ya lo sabía.
Emily, aprovechando la ocasión, me jaló del brazo con su energía usual.

—¡Tienes mucho que contarme! Pero antes de que tu papá termine, cuéntame cómo fue esa reconciliación.

—Es una historia larga para resumirla ahora —respondí sonriendo con melancolía—. Solo puedo decirte que mi papá no es lo que siempre creí.




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