Ya dentro del Museo de Antropología, escuchábamos las indicaciones del profesor. Nos dividieron en grupos de tres para elaborar una monografía sobre la historia del museo y sus exposiciones: el pasado cultural de British Columbia, las comunidades indígenas, su arte y sus símbolos. Varios querían que algún chico se uniera a sus grupos, pero la profesora aclaró que trabajaríamos mezclados.
Empezamos a recorrer las salas en busca de algo que nos inspirara. Emily permaneció en silencio hasta que nos detuvimos frente a una escultura tallada con motivos serpentinos. Se quedó fija, los ojos brillando con un fulgor casi poseso.
—¿Por qué no hacemos nuestro ensayo sobre las serpientes? —propuso. Lucy y yo nos miramos, desconcertadas.
—El trabajo trata sobre la historia de British Columbia Británica y sus exposiciones —le recordó Lucy—, no es un tema libre.
—Ya lo sé —replicó Emily—, pero ¿no les parece interesante estudiar cómo el veneno de un depredador paraliza, altera la visión, trastoca la mente y deja el cuerpo inmóvil hasta la llegada de la muerte? Una agonía larga y dolorosa.
Sus palabras, sarcásticas y tormentosas, sonaron como una metáfora de lo que sentía tras el enfrentamiento con Margot. Emily, que había provocado la emboscada, ahora recibía la ponzoña. La deseé un antídoto; odiaba verla así. Absorbida en mis pensamientos, olvidé por un momento el propósito de la visita.
—Es útil conocer esto, por si acaso —dijo Lucy, práctica.
—¿No sería mejor empezar la investigación? —sugerí, tratando de romper la nube de tensión.
—¡Vicky, por favor! —protestó Emily, de mal humor—. ¿Crees que somos las únicas en tardar? Seguro los demás tampoco han empezado sus "estúpidos" ensayos. Se pudo haber hecho con internet.
La profesora, que pasaba cerca, escuchó y respondió con calma: —Aunque Internet ofrece mucha información, hay cosas que solo se experimentan en persona.
El mal humor de Emily se fue atenuando; la guía y las piezas del museo la centraron. Lucy tomaba apuntes a una velocidad asombrosa —temí que su cuaderno echara humo—. Tenía sed, así que pedí permiso y fui a beber. No quería que nadie supiera que llevaba mi propia botella: no quería correr el riesgo de que Emily me pidiera agua, por culpa del contenido del sobre que había disuelto.
Lejos del grupo, saqué mi recipiente y bebí con rapidez, mirando de reojo para no ser descubierta.
—¿Lleva licor esa botella? —susurró una voz detrás de mí. Me giré de inmediato; era Ethan.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, sorprendiéndome.
—Supongo que lo mismo que tú… vine a investigar —respondió con una sonrisa.
—Eso ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo preguntas? —replicó, ladeando la cabeza.
Quedó una pausa. Él añadió, en voz baja, pero lo suficiente para que yo lo escuchara:
—Es lo que siempre me dice mi padre.
Su frase detuvo algo dentro de mí. Me volví hacia él otra vez, con el corazón un poco más alerta.
—Al parecer a mi padre tampoco le gusta perder su tiempo conmigo… No te culpo, soy muy exasperante —susurró Ethan, su voz cargada de un extraño matiz de tristeza.
No comprendí por qué me decía eso; era la segunda vez que lo hacía. Sin embargo, me permitió ver el dolor que llevaba consigo. Me miró con tal intensidad que sentí un escalofrío recorrer mi espalda, como si el aire frío del museo se hubiera condensado sobre mí. Podía lamentar que dentro de su alma se escondiera un cervatillo temeroso y, por razones que ignoraba, me veía a mí como su liberadora.
Ethan esperó algún sonido de mi boca, pero permanecí muda, atónita ante su rostro mientras intentaba descifrar qué tanto fascinaba a Margot. No podía negar su atractivo: su cabello castaño oscuro contrastaba con la palidez de su piel, sus ojos grises tenían un fulgor hipnótico y sus largas pestañas pobladas me recordaban a esas cortinas que se mecen ante la brisa en un viejo teatro vacío. Cada detalle parecía pulido para encantar.
Se acercó un poco más, y mi instinto me hizo retroceder, provocando que Ethan soltase una risotada ligera.
—Tranquila, no te haré nada. Pero contéstame algo: ¿es vodka lo que llevas ahí? —bromeó, señalando la botella de agua que sostenía.
—¡No es vodka! ¿Por qué lo dices?
—Porque es absurdo que vengas hasta los bebederos a tomar agua cuando traes tu botella “con filtro”, y a escondidas, cuando perfectamente podrías hacerlo junto a los demás.
—¡Vaya que observador!… ¿Y tú de dónde saliste? No te vi.
—Me acerqué hace unos segundos, pero estabas tan concentrada en tu AGUA que no notaste mi presencia.
—Déjame aclararte: no me ocultaba, solo rellenaba mi botella y quería escapar un rato. ¿Algún problema con eso?
Ethan soltó otra carcajada, burlándose de mi mala defensa.
—Por supuesto. Por eso tomabas el agua con tanto misterio, mirando a todas partes. Es licor, confiesa… Pero tranquila, no te delataré. De hecho, hasta lo podríamos compartir.
—Me voy, ya me he distraído bastante.
Cuando me disponía a marchar, Ethan tomó mi brazo con una suavidad inesperada, impidiéndome irme. Lo miré con los ojos, pidiéndole que me soltara, y él accedió. Sus pupilas resplandecían con la misma intensidad que los ojos de Rebeca cuando miraban a mi padre. No pude sostener su mirada; el rubor había teñido mis mejillas como un atardecer sobre un lago tranquilo.
—No se vaya, por favor, antes de que me presente. Me llamo Ethan —dijo, extendiendo la mano con una cortesía que contrastaba con su aire insolente.
—Soy Victoria.
Al pronunciar mi nombre, su sonrisa iluminó el espacio, y por un instante, la humedad y el aroma a piedra y madera vieja del museo parecieron mezclarse con la calidez de su gesto. Jenny, una de las amigas inseparables de Margot, nos observó y, sorprendida, se alejó rápidamente.
—¿Qué le pasa a esa chica? ¿Vio un fantasma? —susurró—. ¡Ya sé! Buscaba un paraje apartado para ingerir su pase a la felicidad.