Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Ventanas hacia el alma de Margot

Por segunda vez había experimentado la misma perspectiva… No cabía duda de que era la misma visión, aquella en la que por fin aparecía el rostro del intruso: rasgos que durante tanto tiempo habían permanecido ocultos en lo más hondo de mi inconsciente. En esta ocasión se había materializado a través de un sueño y, aunque el paisaje era idéntico, algo en su halo había cambiado; el aire parecía vibrar con un pulso distinto, como si el tiempo respirara.

Permanecía inmóvil, observando una encarnizada batalla entre dos hombres que se golpeaban sin misericordia. El ángel oscuro era uno de ellos; el otro, una sombra humana que se debatía entre la vida y la muerte. Al principio creí que se trataba del joven muerto de la primera visión y que esta nueva escena era el comienzo de aquella tragedia inconclusa cuyo final siempre me eludía. Sin embargo, algo en mi interior me advirtió que el rival del hombre malvado no era el mismo, aunque no sabía cómo lo supe.

El ser imponente luchaba con una furia descomunal, sus movimientos eran tan veloces que apenas podía distinguir su silueta. Aun así, cada gesto irradiaba una belleza cruel, una perfección imposible. La batalla fue corta: el guerrero oscuro parecía jugar con su oponente como un gato juega con su presa antes de matarla. Todo terminó de pronto, cuando ese ser lanzó su estocada final, torciendo con facilidad la cabeza de su adversario, quien cayó sin vida a sus pies.

Entonces él giró hacia mí. Su mirada —esos ojos azules, tan imposibles de olvidar— me traspasó el alma.

—Soy consciente de que no hay forma de escapar una vez que te mire a los ojos —dije dentro de mí—. No voy a huir. Tengo que mirar a través de ti.

Él me respondió con una voz que no provenía de este mundo:

—No te atrevas a acercarte a él… o de lo contrario, morirá.

Retrocedió un paso, apartándose del cuerpo del vencido, y entonces lo vi con claridad. Mi corazón se detuvo.
¡Se trataba de Ethan!

—¿Qué locura es esta? —exclamé sin aliento—. ¡Es solo un muchacho! ¡Eres una bestia asquerosa!

—Tú eres la responsable —susurró con furia, y su voz resonó dentro de mi mente como un trueno.

Intenté acercarme al cuerpo inerte de Ethan, pero era imposible: mientras más caminaba, más lejos me encontraba de él.

Desperté agitada, con la respiración entrecortada y el cuerpo empapado en sudor. Aún era de madrugada.
El silencio del cuarto pesaba como una losa. El aire estaba frío, tan denso que podía sentirlo clavándose en mis pulmones. Me incorporé con torpeza; el suelo helado me recibió con un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo.

—¡Sueño maldito! —murmuré llevándome las manos a la cabeza.

El tictac del reloj se volvió insoportablemente nítido, y el leve olor del incienso que Emily había dejado la noche anterior me envolvió con una sensación familiar, casi protectora.

La miré: dormía plácida, ajena al torbellino que me devoraba por dentro. Caminé hasta el baño, me mojé el rostro, y el contacto con el agua fría me devolvió a una realidad que parecía más extraña que el sueño.
Era solo eso —me repetí—, una historia absurda creada por mi mente. Pero mi cuerpo temblaba como si aún estuviera dentro de aquel campo de batalla.

No logré volver a dormir. Cuando amaneció, me maquillaba frente al espejo tratando de cubrir las ojeras y los temblores que aún me delataban. Me esforzaba por maquillar también mis emociones, esas que no debía mostrar al mundo.

Caminaba junto a Emily por el largo pasillo gris del colegio. Su voz se perdía entre mis pensamientos. Entonces, algo cambió: las voces a mi alrededor se distorsionaron, convirtiéndose en murmullos agudos, casi aullidos. Las chicas hablaban, reían… pero yo oía más que palabras. Oía sus pensamientos.

Giré hacia los lados, buscando consuelo, pero todo se volvió aún más caótico. En medio de aquel zumbido, una voz se impuso, clara y cortante:

—Estás advertida…

Volví la vista en la dirección del eco, y aunque la luz del día era plena, una sombra veloz cruzó el pasillo y me envolvió brevemente. Sentí una corriente helada recorrerme desde la nuca hasta los pies; el mareo me hizo perder el equilibrio. Emily me sostuvo de inmediato.

—Victoria, ¿te sientes bien?

—Estoy bien —mentí—. Fue solo un mareo.

Ella insistió, pero la aparté con una sonrisa vacía. Por dentro, mi corazón latía con fuerza; quería gritar, llorar, huir.

Más tarde, en clase, intenté concentrarme en la voz del profesor; aun así, algo dentro de mí vibraba con intensidad. Entonces lo sentí: una mirada fija en mi costado. Era Margot. Me observaba con un desprecio feroz, pero yo no bajé la vista. Le sostuve la mirada hasta que algo imposible sucedió.

Una sacudida recorrió mi cuerpo, como si una corriente eléctrica me atravesara el pecho. De pronto, ya no estaba frente a ella, estaba dentro de ella. Vi su alma. Era como una casa de muros blancos llenos de grietas, donde cada habitación guardaba una herida. Vi a la niña que había sido, temerosa y sola; una madre ausente, un padre distante, el vacío cubierto de regalos. Todo dolía.

Y en medio de esa ruina encontré un rincón intacto: un pequeño campo verde que aguardaba florecer, esperando al jardinero que podría hacerlo. Ese jardinero era Ethan.

La visión se quebró cuando vi mi propio reflejo en sus ojos. Margot se levantó bruscamente, pálida y temblorosa, llevándose las manos a la cabeza. Un murmullo recorrió el aula mientras el profesor corría hacia ella. Yo aparté la vista, sintiendo un estremecimiento profundo.

Por dentro, me sentía extrañamente fortalecida, pero también vacía, como si hubiera absorbido su tristeza junto con su dolor.

—¿Esto será colectivo? —bromeó Emily, aludiendo a nuestro extraño mareo compartido.

Nadie rio. Todo el salón olía a inquietud.

Cuando Margot fue llevada a la enfermería, traté de concentrarme en lo que quedaba del día. El tiempo pasó en un suspiro, hasta que recordé la cita con Rebeca. Caminé hacia mi habitación, busqué el retrato de Adrián y lo guardé en mi morral.




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