Rebeca estaba sentada en su cómodo sillón, contemplando el paisaje a través de la ventana. La luz del atardecer se filtraba por los cristales, envolviendo su figura en un resplandor dorado que acentuaba la serenidad de su rostro. Esa calma suya era contagiosa, pero al cruzar el umbral de la habitación, sentí cómo la mía se desvanecía poco a poco. Aquella estancia tenía la solemnidad de una corte invisible, y yo era la acusada a punto de ser declarada culpable de locura.
—No te quedes ahí parada como una estatua, pasa y ponte cómoda —me pidió con una sonrisa amable.
Obedecí, sentándome frente a ella. Cerré la puerta con cuidado, asegurándome de que nada ni nadie pudiera escucharnos. Mordí la comisura de mis labios, intentando mantener el control, mientras Rebeca me observaba en silencio. Sabía cuánto me costaba hablar de aquello.
—Victoria, ¿quieres iniciar tú la conversación?
—Creo que sería mejor ahorrarnos el discurso inicial —respondí con un suspiro—. Ya sé que estás al tanto. Papá me lo mencionó antes de irse.
—Sí, él me habló un poco… Pero prefiero escucharlo de ti.
El silencio volvió a caer, pesado, sofocante. Un nudo invisible me cerraba la garganta, como si algo dentro de mí temiera ser liberado. Cerré los ojos, buscando valor, hasta que sentí la calidez de la mano de Rebeca sobre la mía.
—No estás sola, Vicky.
Asentí, y saqué del morral el dibujo. Se lo extendí sin decir palabra. Rebeca se colocó los anteojos y lo observó con detenimiento. Su respiración cambió; un destello de sorpresa cruzó su mirada.
—Tu padre se ha quedado corto —murmuró—. Este retrato es… extraordinario.
—Eso mismo pienso yo —susurré.
Levantó la vista hacia mí.
—¿De verdad no recuerdas haberlo hecho?
—No.
—¿Y reconoces al joven?
—Sí.
Rebeca se levantó con gesto pensativo, sirviéndose una taza de café. El aroma amargo llenó la habitación.
—¿Quieres un poco?
Negué con la cabeza. Ella bebió un sorbo y volvió a sentarse.
—Vicky, ¿puedes decirme de dónde conoces a este muchacho?
—No lo sé —dije casi en un susurro, frunciendo el ceño y desviando la mirada.
—Victoria, mírame. No te sientas mal. Nadie te está juzgando. Solo intentamos entender lo que ocurre. Si me ayudas, encontraremos respuestas.
—¿Y si no las encontramos? —pregunté, sintiendo que mi voz temblaba.
—Las encontraremos —afirmó con dulzura—. Te lo prometo.
El silencio volvió a instalarse entre nosotras, hasta que su voz lo quebró nuevamente:
—Déjame preguntarlo de otro modo: ¿en dónde has visto este rostro? —colocó el dibujo frente a mí. El papel parecía vibrar con una energía propia.
—En mis sueños —contesté al fin, con la firmeza que solo da la verdad.
—¿Y te habla?
—Sí.
—¿Qué te dice?
—Que dondequiera que vaya, él siempre estará allí.
—¿Y cómo te hacen sentir esas palabras?
—Me alivian… —susurré—. Su presencia es como un refugio. O un reflejo.
Rebeca me observó con ternura y cautela.
—Hablas de él con nostalgia.
—Nadie imagina cuánto deseo saber si realmente lo conocí… o si todo esto es solo una invención de mi mente —dije, dejando escapar la confesión que llevaba días conteniéndome—.
Hice una pausa, mirándola directamente a los ojos.
—He pensado en la hipnosis. Quizás… sea la única forma de descubrir la verdad.
—Para eso estoy aquí, para ayudarte a descubrirlo.
—Él no es el único que ha aparecido en mis sueños… Existe… —Me detuve, contrayendo los labios con un gesto de desconsuelo. Rebeca percibió el cambio tangible en mi expresión.
—Por favor, continúa.
—No es tan fácil… No encuentro las palabras para expresar con coherencia los recuerdos y situaciones que aún permanecen cautivos dentro de mí. ¡Ni siquiera sé si son reales!
—No te cierres, Victoria. Lo estás haciendo muy bien —me animó con voz serena.
Respiré hondo, tratando de reunir valor.
—Desde mi infancia he visto a una figura sombría que se ha manifestado en mis sueños con frecuencia. Pero, a diferencia de Adrián… —Callé de nuevo.
—¿Adrián?
—Es el nombre del joven del dibujo.
—¿Y cómo sabes que ese es su nombre?
—Me lo hizo saber a través de mis sueños —respondí, sintiéndome absurda, casi delirante. Pero Rebeca no se inmutó; mantenía la compostura, como si nada de lo que yo dijera pudiera quebrantar su temple.
—Victoria, retomemos donde lo dejamos —dijo con suavidad—. Mencionaste a otra persona, alguien que es el némesis de Adrián.
Al oírla, una presión invisible me atenazó el pecho. Cada vez que hablaba de él, algo oscuro se alzaba dentro de mí, sellando mi voz.
—¿Te cuesta hablar de esa otra persona, verdad?
—Mucho… Es como si todo se oscureciera en mí cuando lo intento. Y así nada podría solucionarse.
—¿Y no has pensado que al reprimir esos miedos, su influencia se vuelve más fuerte?
—No… No lo había pensado.
—Entonces, ha llegado el momento de hablar de él. Dime qué te hace sentir, más allá del miedo.
—No sé si sea buena idea.
—¿Temes que algo te ocurra si lo mencionas? —Su pregunta me paralizó. El recuerdo del sueño, de aquel momento en que él mataba a Ethan, me atravesó como un cuchillo invisible.
—Sé que esto no va a terminar bien —susurré, quebrándome.
Rebeca tomó mis manos, y en ese contacto se produjo algo imposible: su rostro se transformó lentamente ante mis ojos. Las facciones de Estefanía emergieron, luminosas y serenas, como si ella hubiese ocupado su cuerpo.
—Mírame, hija… No temas. Él no podrá hacerte daño si tú no lo permites —dijo aquella voz que pertenecía al pasado, al linaje, a lo sagrado.
El nudo en mi garganta se hizo insoportable; las lágrimas brotaron sin control.
—Estefanía… —balbuceé entre sollozos. Sentía un amor inexplicable hacia ella, una ternura que dolía.
—Habla, hija —me alentó.
—No me gusta sentirme así, no soporto seguir derrumbándome. Cada vez que intento hablar de él, escucho una voz que me obliga a callar, como si dentro de mí se enfrentaran dos fuerzas contrarias. Luego viene el silencio… un silencio tan profundo que me sumerge en el mutismo más atroz.