Su voz se había apagado nuevamente; estaba más serena. El calmante que Rebeca me había suministrado logró apaciguar la ansiedad, aunque no lo suficiente como para borrar lo que acababa de ocurrir.
—No tengo esperanza de que las cosas mejoren —murmuré—. Sé que lo mejor es dejar de intentarlo. Estoy loca.
—No lo estás, Victoria. Cuando alguien pierde la razón, no percibe su propia distorsión. Una persona con problemas de salud mental no es consciente de que está enferma; tú, en cambio, sí lo sabes.
—Mi vida es una ficción constante… ¿Por qué veo a estas personas en mi cabeza? ¿Cómo es posible que haya hecho este dibujo y ni siquiera lo recuerde? Es más, hace un instante te vi como a…
—¿Como quién?
—Como a mi madre —mentí.
Rebeca me observó con un dejo de tristeza; mi respuesta, lo sabía, le había tocado el alma.
—Eso sucede porque aún piensas que eres la culpable de su muerte —dijo suavemente—. Pero no lo eres, Victoria. Debes perdonarte si quieres liberarte de esa culpa. Tu mente crea rostros y voces para protegerte del dolor… es su manera de sobrevivir.
Tomó una bocanada de aire y posó su mano sobre mi hombro.
—Deja ir la culpa con el perdón. Por hoy es suficiente. Lo has hecho muy bien.
—No, Rebeca… ¡No me mientas! Yo sé que no estoy bien. Mientras siga oyendo esas voces, todo continuará igual… ¡Tú misma lo viste!
—¿Y qué opinas tú de esas voces? ¿Crees que son reales?
Sonreí con amargura.
—Ya no sé qué es real en mi vida.
—Pero mencionaste un nombre… Arturo.
—Hoy supe que ese hombre que he visto en mis pesadillas —y también despierta— se llama Arturo.
—Un momento… ¿También lo ves estando despierta?
—Así es. Ahora comprendes por qué digo que estoy loca. Solo alguien fuera de sus cabales vería a alguien que nadie más puede ver.
—Y aun así dudas de su existencia —respondió Rebeca con calma—. Esa lucidez, esa línea que aún logras trazar entre lo real y lo irreal, es un buen indicio.
—¿Y de qué me sirve? Aun sabiendo que no existen, los sigo viendo.
—Victoria, te prometo que voy a ayudarte.
—Naturalmente —dije con ironía—. Puedes empezar hipnotizándome.
Rebeca enmudeció. Mis palabras quedaron suspendidas entre nosotras.
—¿Por qué quieres que te hipnotice? ¿Qué te hace pensar que eso podría ayudarte?
No supe qué responder. No podía decirle que era solo una corazonada, una voz interior que me lo suplicaba. Me quedé en silencio.
—¿Has estado leyendo algunos de mis libros?
—No. Fue Emily quien me habló de tus estudios.
Rebeca esbozó una sonrisa leve, casi decepcionada.
—Deberías leerlos antes de pedir una hipnosis. No es tan simple como crees.
—¿Por qué? ¿Acaso hay que tener cierto tipo de perfil… o se trata de una especie de elección?
No respondió. Su mirada se desvió, y con voz suave cambió de tema:
—Podemos hablar de eso otro día. Por ahora ha sido suficiente. No quiero que esta brecha que acabas de abrir ante mí se cierre tan rápido. Quiero comprender lo que hay dentro de ti, Victoria. Quiero ayudarte.
—Ya te lo dije —insistí—, prueba tus técnicas de hipnosis conmigo.
Pero una vez más, solo obtuve silencio.
Rebeca se levantó de su sillón; su mirada, antes serena, ahora dejaba entrever una mezcla de preocupación y desconcierto. La observé en silencio; podía percibir que intentaba procesar todo lo ocurrido. Tras unos segundos de reflexión, recuperó la compostura y volvió a dirigirse a mí.
—¿Estos ataques repentinos en los que escuchas y ves a esas personas ocurren con frecuencia?
—Realmente no… se acaban y vuelven —respondí con la voz cansada.
—¿Y cuando vuelven, se intensifican?
—En algunas ocasiones, aunque las más fuertes suelen presentarse en mis sueños.
Rebeca se acercó; sus pasos resonaban con un eco suave sobre el suelo de madera.
—Vicky, si esto continúa, debes avisarme de inmediato. Es muy importante que me mantengas al tanto.
—Lo haré.
—Por ahora voy a recetarte un medicamento. Es suave, pero puede provocarte algo de sueño.
—¿Para qué sirve exactamente?
—Te ayudará a descansar mejor. Pero si las pesadillas persisten, házmelo saber cuanto antes.
—Un antipsicótico —murmuré, con un atisbo de tristeza—. No tengo buena relación con los medicamentos… No creo que vayan a ayudarme demasiado.
—Por favor, no lo veas de esa manera.
Rebeca posó su mano sobre mi hombro. Su gesto, que pretendía ser tranquilizador, me provocó una mezcla extraña de risa y escalofrío.
—Solo quiero observar cómo gestionas la situación y cómo reacciona tu organismo a este tratamiento preliminar —añadió.
—¿No afectará mi concentración? Los parciales ya han comenzado.
—No tendrá ningún impacto, confía en mí.
Me desconecté de sus palabras, de la oficina y del sonido del reloj que marcaba las horas como un recordatorio cruel del tiempo. Por un instante, me atreví a soñar que tal vez podría lograrlo, que todo esto algún día tendría sentido. Pero esas ilusiones se disolvían tan pronto como me hundía otra vez en el pozo de mi inconsciencia… ese lugar donde no podía nadar para salvarme.