Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Emily la celestina.

Sábado por la mañana.

Mi mente había evocado a mi abuela; la recordaba tal como la última vez: fuerte, dulce, una mujer con un temple de acero. Las lágrimas asomaron en mis ojos, nublando mi visión, y rodaron cálidamente por mis mejillas.

—Abuela… si tan solo me dieras una señal —gemí en un susurro quebrado.

—¿Estás bien, Victoria? —preguntó Andrea, detrás de mí. No la había sentido llegar; su repentina aparición me sobresaltó y, al mismo tiempo, me hizo sentir torpe. El invernadero —mi refugio— también era su rincón favorito de la casa.

—No me sucede nada, solo son tontas nostalgias… extraño a mi papá —respondí, girando apenas, intentando disimular la lágrima que se había escapado.

Andrea no quedó convencida, pero respetó mi silencio. Caminamos juntas hacia la casa, mientras el frío se hacía más profundo en mis entrañas, provocándome esa angustia que últimamente me acompañaba. Los frondosos árboles del jardín trasero, que en otros tiempos me parecían majestuosos, ahora se erguían oscuros y vigilantes.
Cada crujido, cada soplo del viento me parecía un susurro escondido. Aquella sensación era el eco de la sombra que había visto cerca de Emily, bajo la luz del día. Temí que el preparado de mi abuela hubiese perdido su poder.

Respiré hondo para acallar la ansiedad y seguí caminando sin atreverme a mirar a los lados, hasta que por fin entramos en la casa. El silencio entre Andrea y yo pesaba. La incomunicación era un abismo que me hundía más que cualquier miedo.

Justo cuando Andrea iba a romper el silencio, el teléfono sonó. Corrió a atenderlo. Aproveché el momento para escabullirme y refugiarme en mi habitación, llevándome una jarra de agua.

Saqué un nuevo paquete del pequeño cofre y vacié el contenido en un vaso. Observé cómo el polvo se disolvía lentamente. Lo alcé hacia los rayos de sol que se filtraban por la ventana; el líquido dorado brillaba suavemente, casi puro. Sin embargo, al sumirlo en la penumbra, el interior se encendía con un fulgor de diminutos destellos, como si en su fondo respirara una constelación dormida.

Bebí con impaciencia, exagerando la dosis. La ansiedad se apaciguó, pero no desapareció. Me senté frente al ordenador: necesitaba entender más sobre la hipnosis.
Aquella tarde, cuando se lo había mencionado a Rebeca, evitó darme una respuesta concreta. Ahora, frente a la pantalla, me sentía como una exploradora a punto de abrir un portal.

Leí durante horas. Entre líneas, descubrí que la hipnosis podía aplicarse en casos de sueños recurrentes, miedos irracionales o recuerdos reprimidos. Muchos testimonios hablaban de liberar traumas, otros de retroceder en el tiempo… hacia vidas pasadas. Me estremecí al sentirme reflejada en cada palabra.

Pero también encontré oposición: médicos que la tachaban de charlatanería, científicos que negaban la existencia de recuerdos más allá de esta vida. Comprendí entonces por qué Rebeca se había mostrado incómoda: su mente racional no podía aceptar lo que mi alma ya sabía.

Y aun así, algo dentro de mí —esa voz ancestral que siempre me advertía— murmuraba que ella temía algo más. Que había visto en mí una sombra que no comprendía.
Yo no era una paciente cualquiera.
Era un umbral.

El tema ya me había agotado; tenía los ojos cansados de tanto leer. El sonido del celular me sacó de mi ensimismamiento: era un mensaje de Ethan.

Hola, Vicky. El viernes te busqué para despedirme, pero no logré encontrarte… ¿Cómo estás?

Al leerlo, mi corazón se tensó. Las imágenes del sueño comenzaron a aflorar, dándole paso a su voz. Comencé a temblar, pero me obligué a mantener la calma. Si de verdad quería curarme, debía ignorar por completo esos fantasmas acosadores y convencerme de que él era real.

Me encuentro bien, gracias por preguntar —respondí. El mensaje me pareció gélido, carente de imaginación. Me sentí estúpida; nunca había conversado con un chico que, aparentemente, se interesara por mí. Pero no tuve tiempo de arrepentirme: Ethan era rápido.

Quizá debería escribir: ¿Gracias por contestarme? —respondió.
Una sonrisa se dibujó en mis labios. Ethan era tangible, un ser del mundo real, no una fantasía creada por mi mente.

¿Eres buena en física? —preguntó enseguida.
Sonreí otra vez; sentí alivio al descubrir que él también podía ser torpe con las palabras.

No soy un genio, pero creo entender… ¿Por qué?

Verás, mis compañeros —que son pocos— no comprenden mucho de fórmulas, y yo me incluyo en ese grupo. Así que me dije: ¿por qué no le preguntas a Victoria? Que, además de ser la chica más espectacular que he visto, tengo la intuición de que también es brillante.

Me quedé inmóvil. Tardé unos segundos en reaccionar.

¿Sigues ahí? —preguntó.

Sí… solo me resulta difícil comprender cómo puedes afirmar que soy fantástica y brillante si no me conoces lo suficiente.

No me hace falta. Puedo verlo por encima; no todos logran captar mi atención, y tú lo lograste sin esfuerzo.

¿Eres psíquico? ¿Puedes sentir la energía de las personas?

Solo de las especiales, es decir, de ti.

Dudé en continuar la conversación. Me reproché haberle dado mi número. No quería involucrar a alguien que pudiera salir lastimado. Pero Ethan siguió insistiendo con dulzura.

Entonces, Vicky… ¿Me puedes ayudar? Por favor, dime que sí.

Mordí el labio inferior y respiré hondo para no arrepentirme.

Está bien, voy a ayudarte. El problema es dónde. En el colegio no nos permiten mezclarnos.

No te preocupes, puedo ir a tu casa, ¿sí?

Vaya… —exclamé. Ethan no perdía oportunidad. Pero lo pensé mejor: estudiar con él no sería tan mala idea. Se acercaban los parciales, y practicar con Emily era frustrante. La quería, pero debía admitirlo: era terrible con los números. Lucy, en cambio, era brillante. Así que decidí invitarlas a ambas.




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