Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Otra vez en mis sueños.

Ya no podía soportar el sueño; mis ojos luchaban por permanecer despiertos, así que no tuve más remedio que rendirme. Me recosté en la cama abrazando la almohada. Un recuerdo furtivo cruzó mi mente: el rostro de Adrián, su figura diáfana extendiéndose por mi interior, irradiando un agradable calor.

Estaba casi dormida cuando un murmullo interrumpió mi descanso.

—Sangre por sangre… ¿Ese es el precio que estás dispuesta a pagar? —Me moví, y el sueño desapareció. No necesitaba adivinar de quién se trataba; aunque quedé paralizada por un instante, pronto recuperé la cordura.

—Ya no sigas fingiendo que nada pasa. Acércate a mí y te mostraré el camino de tu origen perdido. Solo así podrás entenderte a ti misma —continuó su asedio.

Comprobé que su voz ya no me hacía perder los estribos, así que traté de ignorarla. Sin embargo, esa postura no duró mucho. Sentí su mano, suave como la seda, recorriendo mi silueta. El contacto me desestabilizó. Era una prueba irrefutable de que su presencia cobraba vida, algo que, por más que quisiera, no podía discernir. Como un gato al que le arrojan agua, salté de la cama hacia la lámpara de la mesita de noche y la encendí rápidamente. Al girarme para volver a la cama, la empujé hacia el suelo, dejándola hecha añicos y devolviendo la oscuridad a la habitación.

—El deseo está escondido bajo la oscuridad, como las traiciones. ¿Eso lo olvidaste? —su voz se intensificaba. Ya no era solo un susurro tenebroso; ahora sonaba imperativa, sumiéndome en un mutismo donde la mente se volvía confusa.

Solo concebía dos opciones para huir: deslizarme hacia la puerta y escapar lo más rápido posible, o alcanzar el interruptor de la luz. Mis instintos me llevaron a elegir la segunda. Corrí hacia él, pero mi intento fue frustrado; era más rápido y presionó el botón antes que yo, iluminando toda la alcoba.

—¡¿Qué quieres ahora?! ¿Enloquecerme? ¡Eso es lo que pretendes! Entonces tengo una buena noticia… ¡Vas por buen camino!

—No debes tener miedo de mí.

Estaba al borde del colapso nervioso. Escalofríos recorrían mi espalda, subiendo y bajando sin control.

—¡Sé que de este infierno me voy a librar!

—Querida… Sin lugar a dudas, puedes enfrentar la realidad, pero lamento decirte que solo yo puedo mostrártela. Solamente yo sé quién eres realmente —dijo con una febril intensidad, acentuando cada palabra como si quedara grabada en mis oídos.

Negué con la mente lo que decía. Dudé de estar despierta. Este teatro debía ser otro espejismo, otra mentira inmóvil dentro de una pesadilla. Pero su imponente presencia confirmó lo real de la situación. Sentí su respiración fría cerca de mi oído, acompañada de un débil susurro que parecía un cántico maldito.

—Tu dolor y tu alma son parte de la mía. Yo corro en tus venas, pero aun así me rechazas, no me aceptas. Debes dejar la guerra con tu destino; esto es lo que eres, para esto has nacido.

De repente, quedé paralizada, como estatua de piedra, con los ojos de medusa. Sedada, sin embargo, aún consciente. Tuve que enfrentar esta ridícula condena que era parte de mi vida.

—Si eres genuino, entonces demuéstralo —lo reté, aunque sentía miedo en cada fibra de mi ser.

—No me ves porque tienes miedo a mí.

Mis ojos se llenaron de lágrimas. La confusión era inmensa, y la frustración me corroía por no poder escapar.

—¡No sabes cuánto me exaspera que quieras resolver todo con lágrimas! No es de mí de quien debes preocuparte. No tengo intención de hacerte daño.

—Esto es absurdo… irracional… ¡Déjame en paz! Déjame estar tranquila como todos.

Mi mente se debatía en infinitas posibilidades, como navegando en un mar negro donde no podía distinguir nada. Buscaba desesperadamente una salida que me arrastrara a la orilla.

—¿Acaso soy esquizofrénica? No… ¿O tengo la facultad de oír a personas muertas? —me alteré, casi perdiendo la compostura.

—No, querida, no estoy muerto. Voltea, Victoria. Deja el temor… Mírame solo una vez más. Déjame mostrarte que soy real, no un producto de tu imaginación como te quieren hacer creer.

—No puedo.

—¡Sí puedes! Inténtalo. Estoy frente a ti.

Con lentitud, enfrenté su energía, tratando de aceptar que si quería vivir en paz y comprender, debía afrontarlo como a otra persona. Mis ojos permanecieron atentos, aunque mi alma estaba sumergida en angustia. Cuando lo hice, percibí una corriente intensa que me atravesó por completo.

—Cierra los ojos…
Obedecí y me dejé llevar. Después de un tiempo, volvió a hablar.

—Ábrelos.

Una inexplicable tranquilidad me invadió. Era como si una brisa extraña entrara en mí, barriendo el miedo reciente. Ante mi mirada escéptica, se alzaba una figura pálida, delgada, casi traslúcida. Sus facciones eran apenas un suspiro bajo la piel; un cuerpo que parecía un esqueleto vestido de sombra.

—Esto… Yo —exhalé, tapándome la boca por la impresión—. Aquella visión me turbó profundamente. Él leyó el terror en mis ojos y, al comprenderlo, su rostro mostró agonía.

—Estoy débil… Te necesito.

Volví a cerrar los ojos. No quería seguir viendo a aquel espectro. Y, sin embargo, una parte de mí temía que, al hacerlo, lo perdiera para siempre. —Debemos terminar lo que ha empezado —prosiguió, ignorando mi reacción.

De inmediato, sentí cómo aquella criatura desagradable tomaba mi mano. La rechacé con rapidez, provocando que el sello de mis pupilas se rompiera y se abriera de nuevo.

—¿Quién eres realmente? ¿Eres Arturo?

Sus labios —o lo que parecía serlo— permanecieron sellados, sin pronunciar palabra. Sin previo aviso, la silueta traslúcida se abalanzó sobre mí, posando su boca sobre la mía. Mi primera reacción fue de repudio; intenté zafarme, pero ese impulso se desvaneció cuando las imágenes de su mente comenzaron a inundarme.

Mi alma descendió hacia tinieblas antiguas. Los siglos, su pasado, se revelaban ante mí, arrastrándome hasta el origen mismo de su existencia. Temblaba entre sus brazos esqueléticos, sintiendo la inmensa fuerza de su poder.




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