Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

La casa de Ethan.

Quería recordarlo todo, entender lo que nos unía. Pero también me preguntaba: ¿qué era lo que debía recordar?
Mi obsesión por la hipnosis se intensificó; debía convencer a Rebeca de que me ayudara, aunque aún no sabía cómo lograrlo. Necesitaba entender por qué esa criatura me llamaba desde hace tanto… por qué su voz me resultaba tan familiar, como si una parte de mí le perteneciera.

Me desperté muy temprano; deseaba ver otra vez el retrato de Adrián. Sentía que le debía una disculpa, aunque no entendía el motivo de aquella reacción. A pesar de los recientes sucesos, una luz se encendió en mi oscuridad. Si en verdad esa entidad que se hacía llamar Arturo existía, entonces también había una posibilidad de que Adrián siguiera en algún lugar de este universo.

Al principio, esa idea me llenó de esperanza, pero fue más difícil aceptarla cuando me pregunté: ¿por qué él no se manifiesta como lo hace Arturo? Sentía que una maldición se extendía ante mí, distorsionada y, al mismo tiempo, necesaria. Sin lugar a dudas, mi breve encuentro con Ethan había sido un estímulo que intensificó la persecución de aquel ser oscuro y misterioso.

Las horas pasaron como de costumbre. No tenía ánimos para estudiar; mi mente seguía atrapada en la imagen de aquel hombre que me había marcado con su beso ardiente: el cielo y el infierno juntos.

—¡Debo hallarle respuesta a esto! —murmuré.

Caminé hacia el invernadero, como solía hacerlo cada fin de semana al regresar del internado, buscando despejarme. Esa mañana las rosas se mostraban más hermosas que nunca, pero preferí acercarme a los crisantemos. Toqué sus pétalos, aspirando su olor infinito, un aroma que me recordaba a él.

—«Me encuentro vulnerable, te necesito» —repetí sus palabras.

Apenas terminé de decirlo, uno de los tiestos con rosas nuevas cayó al suelo y se hizo añicos. Corrí hacia él, sin entender cómo pudo haberse caído de la repisa sin motivo aparente. Me agaché para recoger la tierra y la planta; al hacer contacto con la rosa, noté que algunos de sus pétalos blancos se desprendían. Era como si mi desprecio la hubiera herido y la única forma que encontró de llamarme fue lanzarse al vacío.

La imagen me entristeció sin razón. Una lágrima se deslizó por mi mejilla y cayó sobre las hojas desprendidas. En cuanto la lágrima tocó la rosa, algo cambió a mi alrededor: la luz del invernadero se tornó opaca, el aire más frío… y tuve una premonición.

La rosa caída junto a la tierra me arrastró al recuerdo de una escena lejana: yo llorando sobre el cuerpo inerte de un hombre cuyo rostro aún no alcanzaba a distinguir. Mi mano tembló al alzar la rosa; era como si, en ese gesto, levantara también aquel cuerpo. Giré la figura del desconocido hasta verlo por completo… y entonces lo reconocí.

—Adrián… eras tú —susurré—. ¡Era él!

Siempre había sido él, pero mi mente me lo había negado. El interior del invernadero se volvió gélido. Sentí la presencia de Arturo detrás de mí; un dolor punzante me hizo perder el hilo de la visión. Lloraba sin control, y mi mano apretaba con tanta fuerza el tallo de la rosa que las espinas se hundían en mi piel. La sangre caía sobre la tierra, y frente a mí yacía la flor, destrozada y teñida de rojo, mientras a mis espaldas los crisantemos brillaban, intactos y vivos.

Las imágenes de Adrián y Arturo reaparecieron, tan vívidas como en el sueño: Adrián reposando muerto en mis brazos y Arturo erguido, triunfante y gallardo. Los crisantemos y la rosa muerta.

—No llores, Victoria. Esto tiene arreglo —murmuró mi tía a mis espaldas.

No la había escuchado entrar. Colocó una mano sobre mi hombro, y yo, sobresaltada, escondí mi palma herida. Andrea se agachó y levantó la rosa, aún con terrones de tierra adheridos a sus raíces.

—Mira —dijo con ternura—, sus raíces siguen firmes. No está muerta. Aunque se hayan caído algunos pétalos, esta flor volverá a florecer. No te preocupes, Victoria; siempre hay una nueva vida que surge de lo viejo, como el ave fénix. A veces las cosas no son tan malas como parecen. Solo se necesita tiempo para sanar… y aún más para que se despliegue la belleza del futuro.

Sus palabras arrancaron el dolor de mi pecho. Sentí que Dios hablaba a través de ella. La abracé con fuerza, tan agradecida que tuvo que apartarse para no lastimarla.

—Victoria —dijo con una sonrisa—, tienes visitas.

—¿Quién es? ¿Emily?

Andrea sonrió con picardía.

—Me temo que no. Esta visita no tiene nada de aspecto femenino; al contrario, es muy masculino.

El rubor subió de inmediato a mis mejillas, y ella lo notó.

—Le gustas a ese muchacho, Ethan, ¿verdad?

—No… ¡Desde luego que no! No sé por qué piensas eso.

—Victoria, se nota a distancia —rió suavemente—. Y no te sientas incómoda, es normal que tengas pretendientes. Te has convertido en una joven muy atractiva.

—Dejemos de hablar de eso —protesté, sintiendo mis mejillas arder.

—Al parecer no te miras mucho al espejo —añadió—. ¿Te has dado cuenta de lo hermosa que eres?

Negué en silencio, más roja que un tomate.

—Mejor vamos. No es de buena educación hacer esperar a las visitas —concluyó divertida—. Debo confesar que Ethan es un joven encantador; mi sala se ve magnífica con él dentro.

—¡Tía…! —exclamé, y ella soltó una risita traviesa antes de marcharse.

Mientras caminaba hacia la sala, me preguntaba por qué Ethan había venido sin avisar.

—Los dejo para que hablen —dijo mi tía antes de retirarse—. ¡Ah! Y no se preocupen por mi esposo, salió con unos amigos.

Ethan sonrió con complicidad.

—Debe parecerte extraño que haya venido sin anunciarme.

—En realidad, sí —respondí—. ¿Tuviste problemas con los ejercicios de física?

—No —contestó secamente.

—Entonces, ¿por qué vienes a verme? —pregunté, alzando la mirada hacia él.

—Estaba preocupado por ti.

—¿Por mí? No entiendo por qué.




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