Me había convertido en una especie de efigie de piedra, apenas capaz de arrastrar los pies para entrar al internado. Mi cuerpo se negaba a estar allí, y mucho menos a mirar a mi alrededor. No sabía cómo actuar con Ethan después de la velada del domingo. Aquella tarde habíamos abierto otra puerta, llevando los sentimientos a un nivel más profundo.
Aún podía sentir su mirada. Esos ojos que me recorrieron en aquella habitación se quedaron grabados en mi mente. Me moriría de vergüenza si se lo confesara a Emily; aunque en el fondo sabía que tarde o temprano se enteraría. Sin embargo, lo que más me perturbaba era no entender cómo, de un día para otro, mis pensamientos hacia Ethan se habían intensificado hasta el punto de no poder sacármelo de la cabeza.
—¿Será posible que Ethan me esté gustando? —susurré.
De solo pensarlo se me erizó la piel. Gracias a Dios, salí de mis reflexiones cuando Emily y Lucy me tomaron por la espalda.
—¡Victoria! —gritaron al unísono. Apenas pude sonreírles de forma mecánica, y como era de esperarse, Emily captó mi estado.
—¡Pareces un zombi! ¿Qué te pasa? ¿Los medicamentos que te recetó Rebeca te están afectando?
Abrí los labios para responder, pero entonces escuché a lo lejos una discusión. Era una voz débil, pero reconocible. Giré instintivamente hacia el lugar del murmullo. Emily y Lucy me miraron extrañadas por mi reacción, hasta que siguieron la dirección de mi mirada.
Una punzada me atravesó el pecho. Mi corazón comenzó a agitarse sin razón aparente, y mis pies se movieron solos, ignorando la presencia de mis amigas. Como un animal que presiente el peligro, avancé hacia el estacionamiento. Podría jurar que una de las voces era la de Ethan, y lo confirmé al verlo frente a un hombre de aspecto imponente. Supe de inmediato que era su padre.
Padre e hijo se observaban con furia contenida. Me quedé inmóvil, esperando lo inevitable. No tuve más remedio que ocultarme tras uno de los autos estacionados, mientras Emily y Lucy se agachaban a mi lado, igual de sorprendidas.
—Victoria, ¿qué hacemos aquí? —susurró Emily.
—Haz silencio, por favor.
La discusión estalló como fuego y gasolina. Sus gritos eran tan intensos que varios alumnos curiosos se detuvieron a mirar. Nosotros contuvimos la respiración.
—¡Por qué no te terminas de ir! —gritó Ethan—. Ya no vale la pena que me desgaste contigo. Siempre le has creído a ella antes que a mí.
El señor Hudson lo observaba con los puños apretados. No pude evitar mirarlo con atención: era un hombre de unos cincuenta años, de complexión fuerte, cabello castaño claro y una barba bien cuidada. Sus facciones eran severas, aunque se notaba que era atractivo. En otros tiempos, había sido un hombre muy codiciado por las féminas. Se parecían más de lo que él querría admitir.
—Contigo, es imposible entablar una conversación madura —dijo su padre con voz dura—. Y tienes razón, este no es el lugar para hablar de esto.
—No malgastes tu tiempo. Para mí, esta conversación muere aquí. —Ethan le dio la espalda, pero la voz de su padre lo detuvo.
—Maribel es la mujer que amo y merezco tu respeto. Debes aceptar que tu madre y yo ya no nos amábamos.
El rostro de Ethan se desfiguró. Por un instante, quedó inmóvil, como una estatua. Luego murmuró:
—No me pidas imposibles… —Y tras un largo silencio, volvió a mirarlo—. Realmente quisiera entender tu forma de amar. Hace unos años decías lo mismo sobre mi madre. Dime, ¿cómo se esfumó tan rápido ese amor? ¿Será que nada dura para siempre? Porque apenas conociste a esa mujer, no te tembló el pulso para ingresar a mamá en un hospital psiquiátrico. Claro… toda escoba nueva barre mejor, ¿no?
—¡Ten cuidado con lo que dices! —gruñó el señor Hudson.
—¿Ahora me vas a pegar? ¡Hazlo, entonces! —replicó Ethan—. Eso no cambiará nada.
El padre respiró hondo antes de responder:
—Nosotros dos sabemos que el corazón puede cambiar. Yo también merezco ser feliz.
—¿Al precio de la desgracia de otros? —Ethan alzó la voz—. No se puede construir felicidad sobre el dolor ajeno.
—No eres quién para darme lecciones, muchacho. Te falta mucho por vivir para entender que no todo es como uno desea. Si pensara como tú, debería preguntarte por qué no aceptas a Margot.
Las tres contuvimos el aliento. La revelación nos dejó heladas. La familia de Ethan estaba al tanto de los sentimientos de Margot.
—Porque, a diferencia de ti, papá —respondió Ethan con voz firme—, jamás le he dado pie para que se ilusione. Mucho menos siendo familia de Maribel. No podría soportarla a mi lado.
Emily soltó un jadeo ahogado.
—¡De lo que una se entera! —susurró.
Mis manos temblaban. No sabía si por la intensidad de sus palabras o por el hecho de haber descubierto que Ethan arrastraba una herida más profunda de lo que imaginaba. En ese instante comprendí que detrás de su mirada distante se escondía un dolor que no me correspondía juzgar… pero que ya empezaba a dolerme también.
—¡Ya cállate, o nos van a descubrir!
No podía negar que, al igual que mis compañeras, me había sorprendido aquella revelación. Ahora entendía por qué la forma de ser de Maribel me recordaba tanto a Margot: eran de la misma sangre.
Los insultos de Ethan no me dejaban pensar; resonaban, acrecentando mi angustia. No sabía por cuánto tiempo más podría soportar mantenerme oculta ante sus ojos.
—¡No desvíes el tema! —continuó él, fuera de sí—. Te cuesta aceptar que eres un cobarde… ¡Un desgraciado que ni siquiera se toma la molestia de visitar a la mujer que te dio un hijo! Maribel ha querido hacerlo y no ha podido, ¿sabes por qué? ¡Porque tiene el vientre seco, tan seco como su alma… igual que tú!
El rostro del señor Hudson se tiñó de una cólera imperiosa y, sin aviso alguno, le lanzó un puñetazo directo al rostro. Ethan cayó al suelo con violencia; mis pupilas captaron la escena como si todo transcurriera en cámara lenta. Quedó tendido, conteniendo su furia, con las manos temblorosas sobre el pavimento. Se notaba el esfuerzo que hacía por no devolver el golpe.