Hay sombras que no desaparecen con la luz, sino que se aferran al alma y la siguen respirando desde el silencio.
Estoy agotada… tan agotada.
Mi mente repetía esas palabras una y otra vez mientras me adentraba en un sueño profundo que me arrastraba más allá de mi realidad.
—¡Oh, mi pequeña niña triste… mi hermosa Victoria! —susurró una voz inconfundible.
—¡Abuela!
—En toda esta miseria se esconde lo que verdaderamente amas… pero también lo que odias. Observa con avidez.
Sus palabras eran acertijos inconclusos, imposibles de comprender.
—Observa con avidez —repetí en voz baja, intentando descifrar lo que ella me pedía.
Otra voz, distante y envolvente, se mezcló con la de mi abuela:
—Mira dentro de tu conciencia… sé que puedes salir de tu cuerpo astral. Él tiene miedo de ti.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué me persiguen?
No podía distinguir formas ni sombras, hasta que una luz me encandiló. Lentamente, mis ojos se adaptaron al resplandor… y lo vi.
No lo podía creer: era Adrián. Su figura emergía entre la negrura, como un recuerdo imposible.
Su presencia abrió una brecha luminosa dentro de mi alma, y me dejé envolver por su esencia, suave y fresca como una brisa que cura todas las heridas. Sentí que aquel instante era eterno, colmándome de una gloria inefable.
—¿De dónde te conozco? —pregunté, temblando.
Él no respondió. Solo me miraba con una serenidad que me desarmaba.
—Por favor, háblame… necesito saber quién eres. ¿Dónde he visto tu rostro antes? No logro diferenciar lo real del sueño.
Se acercó despacio, y mi corazón pareció detenerse. Cuando sus manos tibias tocaron mi rostro, un estremecimiento recorrió cada fibra de mi cuerpo.
—Te volveré a encontrar —susurró.
—¡Estoy frente a ti! ¿Acaso no me ves? ¿No me sientes?
—Te siento desde el comienzo hasta el final.
Y como el agua entre los dedos, su figura se desvaneció.
—¿Por qué te escapas tan deprisa? —alcancé a decir.
El silencio me rodeó. La impotencia cobró terreno. Cerré los ojos, los mantuve sellados; el tiempo se disolvía, sin minutos ni horas. Flotaba en una confusión absoluta, incapaz de distinguir los límites entre el sueño y la vigilia.
Cuando abrí los párpados, la luz resplandecía otra vez. A lo lejos, un túnel de fulgor se abría ante mí. Me incorporé lentamente y observé dos figuras que avanzaban envueltas en un resplandor inquebrantable.
Reconocí a mi madre. A su lado… Adrián.
Una explosión de emociones me atravesó. Por primera vez en mi vida, no deseaba despertar.
—Victoria… —Su voz era suave, inconfundible.
Extendió su mano hacia mí. La tomé con ansia, queriendo decir tantas cosas, pero mi voz se negaba a salir. Ella me observó con ternura.
—El destino inminente se aproxima. Escúdate en tu fortaleza. Pase lo que pase, no te dejes cautivar por las fuerzas oscuras —dijo, y sin pronunciar palabra alguna, unió mi mano con la de Adrián—. Así debe ser. Así siempre ha sido.
El instante se quebró. Un suspiro gélido recorrió el espacio, apagando la luz que nos envolvía. El aire comenzó a temblar, la temperatura descendió y una vibración sombría se filtró entre nosotros. El hálito oscuro se expandía, serpenteando como un veneno invisible.
—¡Mamá! —grité, aferrándome a su mano mientras con la otra me sujetaba de Adrián.
—No te dejes dominar por su fuerza —dijo ella con voz quebrada—. Aunque me duela, una parte de ti… les pertenece. Solo fui el vehículo para traerte a la vida.
Antes de poder comprender sus palabras, un remolino nació en medio del santuario. En un abrir y cerrar de ojos, el peso de un cuerpo cayó sobre mí, oprimiéndome hasta robarme el aire. Busqué con desesperación los rostros de mi madre y Adrián, pero ya no estaban. La oscuridad los había devorado.
El miedo se apoderó de mis sentidos. Sabía quién era, aunque me negara a aceptarlo.
—¡Por favor, Dios… despiértame! —rogué en silencio, pero mis gritos se ahogaban dentro de mí.
El ser acercó su mano, rozando mi rostro con una lentitud cruel. Luego tomó mi barbilla y acercó sus labios. Su aliento era gélido, un soplo de muerte.
—Deja de hurgar en tus recuerdos… —susurró con burla—. Ya no perteneces a Adrián. ¡Yo lo maté!
Mi cuerpo y el suyo parecían fundidos, como si una energía oscura me retuviera en su abrazo. Era una existencia suspendida entre la vida y la nada, una condena que no podía romper. Yo no quería a Arturo para seguir respirando… pero él estaba allí, respirando por los dos.
—Libérame de esta maldita pesadilla… —susurré.
Él sonrió con frialdad.
—No, Estefanía… no sabes lo que dices.
Aquella confusión final me atravesó como una daga. Por un instante entendí que lo que Arturo veía en mí no era solo a Victoria, sino a otra alma entrelazada con la mía… una herencia que aún no comprendía.
—Me llamo Victoria —susurré con la voz quebrada.
—Tú y ella están conectadas —respondió Arturo, con una sonrisa que heló mi sangre.
—¡Basta! —mi cuerpo se debatía bajo el peso de su fisonomía—. ¡Tienes que liberarme! No puedo vivir atrapada en este maldito paralelismo.
—Mejor quédate abajo —gimió con deleite—. Muy pronto todas estas sensaciones se materializarán y yo volveré a la vida… a nuestra vida. Así que de nada vale que cierres tus hermosos ojos para orar.
Su voz era una mezcla de promesa y amenaza.
—Estoy esperando el día en que tu carne y la mía vuelvan a fusionarse —murmuró con un tono enfermizo que despertó la bestia dormida en mí. Con toda mi fuerza lo empujé.
—¡Ese día nunca va a llegar!
Arturo soltó una carcajada que resonó por todo el lugar, haciendo vibrar las sombras.
—¡Te rechazo, engendro maldito! ¡Bestia repugnante!
Su risa se convirtió en un gruñido gutural, salvaje. De entre la oscuridad emergió su figura transformada: alto, pálido como un cadáver, con los ojos encendidos en rojo y los labios teñidos de sangre.