Cantos de la Sangre Inmortal: La hija de la luna Oscura

Cardenales en mi piel

—Ya no sirve esconderte —susurró cerca de mi oído—. Quiero verte arrastrarte bajo mí… quiero que recuerdes lo que nos une.

Sus palabras se clavaron en mis oídos como espinas. Sentí su aliento frío descender por mi cuello, su contacto era fuego y hielo a la vez, un tormento.

—¡Suéltame! —grité, con la voz rota por la desesperación.

Él continuó, como si no me oyera.

—Eres mía —jadeó con un tono cargado de lujuria—. Mía desde antes de nacer. El pasado no muere; solo cambia de forma… y yo te observo desde el reflejo.

Su mano se deslizó hacia mi pierna. El tacto ardía como una quemadura.

—Le pondré fin a esto… —¡Te lo juro! —logré pronunciar, entre sollozos.

Y entonces lo sentí: un eco lejano, una fuerza invisible que me jalaba hacia arriba, arrancándome de su cuerpo. Arturo rugió, su rostro deformándose con una furia demoníaca mientras me alejaba.

Estaba exhausta, pero me dejé arrastrar por aquella bendita fuerza que acudía a mi rescate. A través de mis ojos entreabiertos vi su figura hundirse en la oscuridad, gritando mi nombre desde el abismo como si cayera al mismísimo infierno.

—¡Victoria, despierta! —una voz resonó con urgencia. Algo me sacudía con fuerza.

—Lucy, no reacciona —dijo otra voz, temblorosa.

Reconocí a Emily. Quise abrir los ojos, pero no podía. Todo era confuso, como si las voces provinieran de dos mundos distintos.

—¡Hay que matar al primer hijo del demonio! —escuché susurrar la voz de Adrián, tan cerca que sentí su eco vibrar dentro de mí.

—Emily, ¿qué pastilla le diste a Vicky? ¡No reacciona! —gritó Lucy.

—Una para los nervios… yo las he tomado, no son fuertes —respondió Emily, nerviosa.

—Si esto no funciona, tendremos que pedir ayuda.

Aquella frase me atravesó. Algo en mí despertó con violencia. Sentí el golpe del aire, el olor a alcohol penetrando mis sentidos, quemándome las fosas nasales. Mis párpados temblaron y, al fin, los abrí.

Las vi. Lucy y Emily estaban a mi lado, pálidas, con los ojos llorosos.

—¡Gracias a Dios, Vicky! —exclamó Emily, abrazándome.

Me incorporé lentamente, aún mareada.

—¿Qué te sucedió? —preguntó Lucy.

—No lo sé… —murmuré—. Estaba perdida dentro de mí misma.

Lucy me sujetó los brazos con brusquedad.

—Vicky… me refiero a esto.

Seguí la dirección de su mirada. En mis brazos había marcas, finas pero profundas, como si unas garras invisibles me hubieran rozado.

—¿Cómo te hiciste eso? —exclamó Emily, horrorizada.

No supe qué responder. Solo podía sentir el frío de aquellas huellas, el eco del infierno que aún respiraba bajo mi piel.

Quedé ensimismada, con la mirada desorbitada, contemplando los moretones que trepaban desde mi muñeca hasta casi cubrirme el brazo. Mi brazalete había desaparecido.

—¿Cómo pudo suceder?… Hace poco no los tenías —murmuró Emily, temblando. Su miedo me heló la piel: él se estaba volviendo real.

—Emily… dime que mientras dormía no fui yo quien se hizo esto.

—No, Victoria. Todo lo contrario. Apenas te movías… solo te quitaste la pulsera, luego empezaste a jadear, como si te faltara el aire.

Sacó el brazalete de donde lo había guardado y me lo tendió. Lo tomé con desesperación y me lo coloqué al instante. Un ardor intenso me recorrió la nuca, pero lo ignoré. Volví a mirar mis brazos, los levanté, tratando de convencerme de que todo aquello era real.

—¿Tú tampoco viste quién me pudo causar esto? —pregunté a Lucy.

—No —negó—. Acabo de llegar.

Ni siquiera me había detenido a preguntar qué hacía Lucy a esas horas en nuestra habitación; el miedo me nublaba los pensamientos.

—¡Oh, Dios!

—Vicky, quizás te golpeaste al cortar la cuerda —sugirió Emily—. Estabas muy nerviosa, pudiste tropezar con algo y no darte cuenta.

—Gracias por intentar ayudarme, pero escúchate… ¡Eso no tiene sentido! Tal vez lo creería si hubiera sido yo quien cayó desde la rama como tú. Y aun así, tus golpes no se parecen a los míos, y eso que tu piel es más clara. Ni lanzándome como tú podría tener marcas así. Estos moretones no son de una simple caída… son distintos.

Lucy nos observaba confundida.
—¿De qué me he perdido? —preguntó. Aún no le habíamos contado lo ocurrido unas horas antes.




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