Nota mental: Las sorpresas, cuando son malas, no te las avisa nadie. Solo aparecen cuando menos lo esperas y dejan tu autoestima en el suelo. También suelen implicar un exnovio, una secretaria demasiado sonriente y una puerta que no cierra.
El sonido de mi teléfono vibrando me arrancó del limbo en el que estaba sumida. Cata, como siempre, tenía algo que decir. Era probable que no fuera una emergencia del tipo “el mundo está a punto de acabar”, pero sí lo suficientemente intrigante como para sacarme del trance que había generado esa maldita carta. La dejé en la mesa, como si al soltarla pudiera liberar algo de la presión que sentía, y miré la pantalla.
Cata:
¿Sigues viva? ¿Te has escapado con el vecino o estás ocupada revisando cartas misteriosas como en una novela de Agatha Christie?
Esbocé una sonrisa a medias. Por un momento, casi podía oír su voz al otro lado del mensaje, con ese tono de sarcasmo amable que nunca fallaba. Respondí con rapidez.
Sofía:
Jajaja, casi. Aunque te confieso que acabo de recordar algo... una historia más vieja que la puerta de entrada de este edificio.
Cata:
¿De qué hablas?
Mi sonrisa desapareció. Me recosté en el sofá, dejando que mi mirada se perdiera en el techo. La mente, por su cuenta, comenzó a abrir esa caja mental que creía bien cerrada. De pronto, las imágenes del pasado volvieron como si estuviera proyectando una película en la cara interna de mis párpados. Leo. Su sonrisa. Su seguridad. Su forma de convencerme de que todo estaría bien, de que con él sería diferente. Qué equivocada estaba.
Sofía:
Recuerdo cuando pensaba que mi vida amorosa no podría empeorar… hasta que lo vi con ella.
Las palabras salieron solas, y mientras mi dedo pulsaba “enviar”, mi memoria pulsaba “reproducir”.
Flashback: Tres años atrás.
Era un viernes por la tarde, uno de esos días que Leo siempre decía que eran “nuestros días”. La casa estaba tranquila, con la luz del sol entrando por las ventanas como un recordatorio amable de que el mundo seguía girando. Leo estaba sentado en el sillón, leyendo algo en su tablet, con ese aire despreocupado que siempre me hizo pensar que nada podía ir mal con él. Cuando se dio cuenta de que lo observaba, me sonrió.
—¿Lista para nuestra cena especial? —preguntó con ese tono que usaba cuando quería impresionarme, como si estuviéramos en una primera cita, no después de años de relación.
—Casi. Me daré una ducha rápida y me cambio. No tardes mucho en estar listo —le respondí, intentando sonar ligera, aunque ya sentía una pizca de incomodidad en el ambiente. No sabía exactamente por qué. Simplemente estaba… ahí.
Subí al baño, me duché, me tomé mi tiempo para alisarme el cabello y elegí un vestido que sabía que le gustaba. Quería que todo saliera bien, porque en ese momento todavía creía que valía la pena el esfuerzo, que todavía había algo en nosotros que funcionaba.
Cuando bajé las escaleras, con el cabello aún húmedo y una sonrisa medio ensayada, me encontré con algo que no esperaba. La luz del pasillo estaba apagada. La casa estaba más silenciosa de lo normal. Pero lo que realmente me hizo detenerme fue lo que vi en el salón.
Leo estaba allí. No estaba solo.
Ella estaba allí.
La secretaria.
La misma que siempre se despedía de mí con una sonrisa demasiado amplia, con ese tono que rezumaba falsa amabilidad: “No te preocupes, Sofía. Nosotros solo trabajamos juntos.”
Ja. Claro.
Trabajaban juntos, pero en ese momento no parecían estar discutiendo reportes ni estrategias de marketing. No. Parecía que estaban discutiendo cuál sería la mejor forma de arruinarme la vida.
Estaban sentados en el sofá, pero no solo sentados. Ella estaba peligrosamente cerca. Él tenía una mano apoyada en su rodilla. Sus miradas no eran profesionales. No eran amistosas. Eran… demasiado cercanas.
Y justo cuando estaba a punto de reaccionar, la vi acercarse más. A él. A mi pareja. La sonrisa de ella era como un cartel de neón parpadeante que decía: “Gané.”
Y eso fue suficiente para hacerme sentir el suelo desmoronarse bajo mis pies.
—Sofía… —dijo Leo al darse cuenta de mi presencia. Su rostro pasó de la sorpresa a la incomodidad en cuestión de segundos—. No es lo que parece.
¿No es lo que parece?
¿En serio?
Me quedé en la entrada del salón, congelada. Mi mente tardó un segundo en registrar lo que estaba viendo. Pero una vez que lo entendí, mi respuesta fue inmediata. Una risa nerviosa. Más amarga que el café recalentado que él solía preparar.
—¿No es lo que parece? —repetí, entre risas que no tenían nada de humor—. Entonces, Leo, explícame… ¿qué es lo que estoy viendo? ¿Me lo explicas tú, o le cedo la palabra a tu experta secretaria?
La mujer, lejos de parecer culpable, se levantó del sofá con una calma irritante. Su expresión era más de molestia que de arrepentimiento. Sus ojos me evaluaron como si estuviera midiendo cuánto tiempo tomaría destruir lo poco que quedaba de mi dignidad.
Leo intentó acercarse, pero levanté la mano.
—No. No des un paso más.
Mi voz temblaba. Mis manos temblaban. Pero no retrocedí.
—Sofía, por favor. Escúchame. Esto no significa nada.
—Claro. No significa nada. Como nuestra relación. Como las promesas. Como todas las veces que me dijiste que podía confiar en ti. ¿Me equivoco?
Leo se quedó sin palabras.
Y ese silencio fue peor que cualquier explicación barata que pudiera haber inventado. Fue en ese momento que lo supe: había terminado. Todo lo que habíamos construido, todo lo que creía seguro… no era más que humo.