El día que Manuel me citó para ver las ilustraciones en persona, sentí que el universo había conspirado para torturarme. Lo que podría haber sido una simple entrega de trabajo se transformó en una auténtica cita incómoda con un cliente exigente y, aparentemente, con una personalidad de chef de cocina, esperando que sus ingredientes artísticos fueran perfectos.
Nota mental: A veces, la vida te pone frente a un cliente que no solo quiere arte. Quiere magia. Y no cualquier magia. Magia de unicornio en pleno eclipse lunar.
Esa mañana me desperté con una mezcla de ansiedad y resignación. Desde el momento en que puse un pie fuera de la cama, sentí que algo no iba a ir bien. No solo porque el día estaba gris y melancólico, como si el clima supiera lo que me esperaba, sino porque simplemente no estaba preparada para lidiar con el carácter de Manuel en persona. Su tono en los correos siempre era exigente, pero la idea de que quisiera verme “crear” en vivo me parecía tan ridícula como un reality show artístico de bajo presupuesto.
Mientras tomaba un café rápido en casa, me debatía entre llevar o no mi portafolio. ¿Realmente necesitaba mostrarle cada boceto, cada línea, cada trazo? Claro que no. Pero ahí estaba yo, desenterrando carpetas como si fuera una arqueóloga del arte freelance.
Cuando llegué a la cafetería, lo vi de inmediato. Estaba sentado al fondo, con su teléfono en la mano, y la expresión de alguien que acababa de leer la crítica más dura de su vida. O tal vez solo estaba practicando cómo lucir tan serio que el café se sienta intimidado. Se inclinaba ligeramente hacia adelante, con la mirada fija en la pantalla como si estuviera tratando de resolver un acertijo imposible.
La verdad: Parecía un villano de telenovela en plena pausa comercial.
Tomé aire, agarré mi portafolio y me acerqué. En cuanto me vio, levantó la vista y su expresión cambió ligeramente. Pero no para mejor. Si esperaba algún tipo de calidez o bienvenida, estaba equivocada.
—Sofía —dijo con voz grave, como si estuviera anunciando el veredicto de un juicio—. Siéntate. Vamos a hablar de esta ilustración.
¿Ilustración? No. Todo el tono hacía que pareciera que estábamos a punto de discutir los términos de un tratado de paz.
Me senté, intentando parecer relajada. Dejé mi portafolio sobre la mesa, aunque la verdad es que no tenía ni idea de cómo manejar la situación. Ya había lidiado con muchos clientes difíciles, pero Manuel tenía un estilo único de convertir cualquier interacción en una misión imposible.
—Aquí está la ilustración —dije, mientras sacaba los dibujos y los colocaba frente a él.
Manuel los tomó con la misma delicadeza con la que alguien sostendría un huevo de dragón. Comenzó a hojearlos, su ceño fruncido se profundizaba con cada hoja. No estaba sorprendida. Me había acostumbrado a su constante insatisfacción. Pero su reacción esta vez tenía algo diferente. No era solo descontento. Era… un descontento artístico épico.
—Mmmm… —hizo una pausa larga, como si estuviera saboreando un vino caro—. No está mal, pero… creo que podemos hacer algo más… llamativo. ¿Sabes? Algo que realmente resalte. Como si estuviera pintado con la fuerza de un huracán. ¿Qué opinas?
Oh, claro. Porque todos los artistas llevamos un huracán en el bolsillo.
Levanté las cejas, tratando de no sonar tan sarcástica como me sentía.
—Claro, claro. Como si pudiera hacer que el papel saliera volando por la intensidad artística de la obra.
Manuel no captó el sarcasmo. Para él, eso sonaba como una opción creativa viable. Su rostro se iluminó, como si acabara de descubrir el secreto del arte contemporáneo.
—Exacto. Quiero que la gente vea estas ilustraciones y diga: “¡Eso es arte, eso es magia!”
—Oh, ¿y qué tal si le añadimos un toque de magia negra mientras estamos en eso? —bromeé, levantando una ceja.
Manuel asintió con total seriedad, como si estuviera considerando seriamente mi propuesta.
—¿Por qué no? Si no es lo suficientemente llamativo, ¿para qué molestarse?
Mi paciencia se desmoronaba a pasos agigantados. Estaba claro que Manuel no entendía ni un ápice de mi proceso creativo, ni mucho menos mi sentido del humor. Pero antes de que pudiera responder, la puerta de la cafetería se abrió y sonó el timbre.
Levanté la vista brevemente, sin prestar mucha atención, y regresé mi mirada a Manuel, que seguía hablando sobre “fuerza huracanada”. Pero de pronto, noté que su rostro cambió. Su mirada se endureció. ¿Qué lo había puesto tan tenso de repente?
Giré la cabeza, y ahí lo vi.
Julián.
Estaba de pie en el mostrador, pidiendo su café con esa actitud despreocupada que siempre parecía llevar consigo. Su chaqueta de cuero y su sonrisa confiada lo hacían parecer un actor principal entrando a una escena clave. Pero cuando giró la cabeza y nos vio, su sonrisa se amplió aún más. Y no solo me vio a mí. También vio a Manuel.
El aire en la cafetería cambió.
Era como si alguien hubiera puesto música de suspenso en el fondo. Tiempo detenido. Julián se acercó con su café en mano, mirando a Manuel con una mezcla de curiosidad y diversión.
—¡Vaya, vaya! —dijo Julián, con tono juguetón—. ¿Quién tenemos aquí? El cliente exigente y su… artista.
Oh no. Esto no iba a terminar bien.
Manuel lo miró como si lo hubiera llamado para un duelo de espadas.
—¿Y tú quién eres? —preguntó, con los ojos entrecerrados.
Julián, en lugar de inmutarse, sonrió más.
—Soy Julián, el tipo que va a hacer que este día sea mucho más interesante. —Se inclinó ligeramente hacia la mesa—. Pero no se preocupen, no estoy aquí para arruinar el arte. Aunque debo decir que este lugar no tiene la mejor vibra para ser una galería. ¿Qué están haciendo, planeando una revolución artística o algo así?