Cuando llamé a la puerta de Julián esa tarde, tenía el estómago lleno de mariposas… muertas. Literalmente, parecía que una colonia entera había colapsado dentro de mí, víctimas del nerviosismo, la vergüenza y, probablemente, un helado de chocolate mal congelado.
Tenía la firme intención de enfrentar lo sucedido. Bueno, no tan firme. Más bien blandita, como pan de molde al sol. Aun así, ahí estaba. Frente a su puerta, armada con una mezcla de orgullo herido, curiosidad y una taza térmica de té verde que usaba como escudo emocional.
Cuando la puerta se abrió, ese sonido maldito de bisagra bien aceitada me puso más nerviosa. Y ahí estaba él. Julián. Con el cabello ligeramente desordenado, camiseta gris ajustada que marcaba músculo (innecesariamente, por cierto), y esa maldita sonrisa ladeada que decía “sé que vienes a hacer un ridículo emocional y ya me preparé palomitas”.
—¿Vienes a gritarme también o ya se te pasó la fase Godzilla? —preguntó, levantando una ceja.
—Solo vengo a confirmar que no tuviste que lanzarte por la ventana… aunque aún estoy considerando hacerlo yo —respondí, tratando de sonar tranquila, pero sintiéndome como una olla a presión a punto de explotar.
Él rió. Me odia. Estoy segura.
Entré sin esperar invitación. Total, si me iba a morir de vergüenza, que al menos fuera sentada en su sofá caro.
El lugar, como siempre, olía a café, libros viejos y un toque de “aquí vive un hombre misterioso con habilidades para confundir emocionalmente a las mujeres”. Esa fragancia debería venderse. Yo la llamaría “Confusión Nocturna”.
—¿Quieres café? ¿Té? ¿Un extinguidor emocional? —preguntó mientras se dirigía a la cocina.
—Café. Fuerte. Negro. Con rencor.
—¿Le echo culpa y arrepentimiento o prefieres sarcasmo en polvo?
—Mezcla los tres. Y sírvemelo con una galleta que no me juzgue.
Mientras lo veía preparar el café con una paciencia casi monástica, mi mente no dejaba de repetirme lo tonta que había sido. Pelearme con una mujer desconocida. En pijama. En el pasillo. Mientras Manuel cantaba bajo mi ventana como una telenovela venezolana de bajo presupuesto.
—¿Así que estás celosa? —preguntó de pronto, volviéndose hacia mí con esa sonrisa de tipo que ya sabe la respuesta pero disfruta viéndome negar lo evidente.
—¿Yo? ¡No! ¿Celosa de qué? —respondí en un tono tan agudo que probablemente solo los murciélagos lo entendieron.
—Ajá —dijo, sirviendo el café—. Entonces tu mini catfight con Ana fue por deporte. ¿Boxeo emocional, tal vez?
—Fue por principios —dije, cruzando los brazos.
—¿Principios de qué? ¿De locura?
—Principios de protección territorial. Muy válidos. ¿O acaso tú no gritas si un desconocido entra a tu casa riéndose con tu planta favorita?
Julián me miró como si yo fuera un experimento sociológico fascinante.
—Sofía… Ana es mi prima.
...
...
...
Silencio.
Cae la taza (en mi mente). Cae mi autoestima. Cae mi dignidad. Todo, en cámara lenta.
—¿PRIMA? —dije, como si me hubiera revelado que era un agente encubierto de la NASA.
—Sí. Ana. Mi prima. Del lado de mi madre. ¿Nunca lo mencioné?
—¡NO! —mi voz salió tan chillona que su gato, desde la otra habitación, emitió un maullido confundido.
Me puse de pie tan rápido que casi me enredo con la alfombra. ¿Prima? ¡Era su prima! Y yo ahí, comportándome como una mezcla entre psicópata posesiva y concursante celosa de reality show.
—Yo... me tengo que ir —dije, intentando recoger mi dignidad del piso como quien junta monedas que se le caen en público.
—Sofía, espera —Julián se acercó a paso lento, como si temiera que saliera corriendo o comenzara a lanzar objetos decorativos.
—No, no, no. No puedo quedarme. Esto es demasiado ridículo. Me peleé con tu prima. En tu edificio. En pantuflas.
—En pantuflas con pompón —añadió él, sonriendo.
—¡Exacto! ¿Qué clase de adulta funcional hace eso?
—Una muy divertida. Justo como le dije a Ana —respondió, con voz suave.
Eso solo hizo que me ardieran las orejas. Y el cuello. Y la espalda. Me estaba convirtiendo en un farol humano.
—No te burles de mí. Me siento… como una versión económica de mí misma.
Julián dio un paso más. Ya estábamos muy cerca. Tan cerca que podía sentir su perfume. Ese maldito perfume a hombre decente y emocionalmente disponible.
—No me burlo de ti. Me pareces… encantadora. Celosa. Impulsiva. Un poco loca. Pero encantadora.
Mis ojos se encontraron con los suyos. Y fue entonces cuando lo sentí. Esa electricidad tonta que solo aparece en las películas y en los momentos más inoportunos de la vida.
Julián levantó una mano y me acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. Ese gesto tan cliché. Tan peligroso. Tan “te voy a besar en tres… dos…”
Y justo cuando sus labios estaban a centímetros de los míos…
—¡NO! —grité, dando un salto hacia atrás.
—¿Qué? —preguntó, confundido.
—¡No puedo besarte! ¡No después de lo de tu prima! ¡No después de lo del pan de ajo y la cuchara! ¡No después de haber estado a punto de pelearme con una mujer desconocida mientras un hombre me canta bachata desde la calle!
—¿Estás segura? Porque suena muy romántico contado así.
—¡Estoy segura de que estoy al borde de un colapso emocional!
—¿Y yo qué? —preguntó, sonriendo—. ¡Casi me lanzo por la ventana esta semana!
—¡Pues salta! ¡Pero no me beses aún! ¡No puedo con tanto cliché emocional en un solo día!
Me giré, recogí mi bolso (que, por cierto, se había caído de lado y tenía una barra de cereal derritiéndose en el interior) y corrí hacia la puerta.
—Sofía… —dijo él detrás de mí, con voz suave.
—¡Lo sé! ¡Te gusto! ¡Tú me gustas! ¡Pero soy una mujer con serios traumas y un historial amoroso que da risa!
—Me encantan las comedias —respondió.
Cerré la puerta. Salí al pasillo. Respiré hondo. Me apoyé en la pared. El silencio me rodeó por un momento. Y justo cuando iba a calmarme…