Caos de Sofía

Capítulo 26: Lo que aprendí del amor (y de sobrevivirlo)

Punto de vista: Julián

Hay cosas que uno no dice.
Que se calla.
No por orgullo, sino por precaución.
Como si al nombrarlas, volvieran a la vida.

Yo aprendí a callar.

Aprendí que algunas historias, por más que hayan terminado, te dejan la piel marcada como si hubieras dormido con la ventana abierta durante una tormenta.

Y aunque nadie lo nota cuando me ven cocinando, o sonriendo a medias…
yo todavía llevo la memoria de ella como una sombra que no se decide a irse.

Flashback – Tres años atrás

Su nombre era Camila.

Al principio fue una chispa. Esa clase de persona que sabe exactamente qué decir para envolverte. Energía arrolladora, sonrisa encantadora, y una capacidad de observarte con una intensidad que al principio parece admiración... y después te das cuenta de que era control.

—No me gusta cómo te mira esa chica de la cafetería —decía, mientras yo pagaba la cuenta.

—No la conozco. Me sonrió porque le di paso en la fila.

—¿Y por eso hay que sonreírle? ¿No podés mirar al suelo como todos los hombres normales con novia?

Parecía una escena tonta.
Una exageración.

Hasta que se volvió rutina.

Y después, el sarcasmo.
La crítica constante.
Las peleas que empezaban con un “¿y ahora qué hice?” y terminaban con un “¿cómo salimos de esto?”

—Vos me hacés reaccionar así —me decía—. Si no me provocaras, yo sería distinta.

—Camila… esto no está bien.

—No, no está bien porque no me das lo que necesito. Vos hacés que sea así.

Culpas que no me pertenecían… pero que igual cargaba.

Porque así son las relaciones tóxicas.
Te hacen dudar de lo que ves.
De lo que sentís.
De quién sos.

Y cuando al fin terminé con ella, no lo hice con un portazo.
Lo hice con silencio.
Con distancia.
Con un adiós ahogado que me tomó semanas pronunciar en voz alta.

Después vino el vacío.
Y la reconstrucción.

No es fácil confiar otra vez.
Después de vivir con alguien que convertía cada gesto en una prueba.
Cada palabra en una trampa.

Así que aprendí a mantener la distancia.
A ser amable, pero no íntimo.
Cercano, pero no vulnerable.

Hasta que apareció Sofía.

Presente

Desde el primer día, fue distinta.
Porque era… imperfecta.
Y no lo escondía.

No pretendía saberlo todo.
No quería controlarlo todo.
No necesitaba que yo encajara en ningún molde.
Solo… estaba.
Con sus bromas. Con su gato. Con su historia llena de pequeñas grietas que no trataba de tapar.

Y eso, para alguien que había sido observado, juzgado y manipulado, era libertad pura.

Hoy, mientras espero en la esquina, con las manos en los bolsillos y la bolsa de pan de ajo en la mochila como símbolo de buena voluntad, pienso en todo lo que viví.

Y me doy cuenta de que no le conté nada.

Sofía no sabe lo de Camila.
Ni las noches en las que dormía mal por miedo a decir la frase equivocada.
Ni los mensajes revisados.
Ni las excusas que inventé para no verla.

No se lo conté, porque no quiero que me mire con pena.
Pero tampoco quiero que me vea como un enigma que no se abre.

Tal vez... después de la pizza, se lo diga.
Tal vez.

Porque si ella supo confiar en mí con sus miedos,
si me mostró sus heridas sin filtro ni maquillaje…

Yo también puedo empezar a soltar las mías.

Y, por primera vez, no me da miedo pensarlo.

Porque si hay alguien que puede entender que a veces amar duele…
es una mujer que una vez se inventó un novio ficticio para no tener que enfrentarse al mundo.

Y ese tipo de locura…
es exactamente lo que me hace querer quedarme.

Salí del departamento con la sensación de estar haciendo algo correcto, lo cual, en mi experiencia, siempre venía acompañado de un presentimiento molesto. Había pasado la tarde pensando en cómo hablar con Sofía, en si contarle o no sobre Camila, sobre cómo una relación puede erosionarte tanto que después te cuesta distinguir si alguien realmente te está abrazando o solo te está sujetando para que no te escapes. Pero esta vez quería arriesgarme. Tenía las flores en la mano —margaritas, nada de rosas cliché— y en la mochila, como símbolo ya casi tradicional, una bolsa con pan de ajo. Mi estómago iba más rápido que mis pasos.

Bajé las escaleras despacio, repasando en la cabeza las palabras que había decidido no ensayar. No quería sonar artificial. Iba a ser sincero. Porque Sofía merecía eso. Porque algo en ella, en su forma torpe y caótica de sobrevivir al mundo, me invitaba a bajar la guardia.

Al llegar a la puerta del edificio, la abrí con una sonrisa pequeña, casi tímida, la que usás cuando vas a ver a alguien que te importa. Y entonces, el mundo me arrojó una piedra en el estómago. Frente al edificio, parada bajo la tenue luz de la farola, estaba Sofía. Y con ella, Manuel.

Él le estaba hablando muy cerca. Ella reía. No la risa exagerada que usa cuando está incómoda o tratando de hacer un chiste sarcástico. No. Era una risa real, de esas que nacen del pecho. Él, con una seguridad que me resultó demasiado ensayada, le apartó un mechón de pelo del rostro. Ella no se echó hacia atrás. No se encogió. No se movió. Solo lo miró. Y entonces vino el abrazo.

No sé cómo describir lo que sentí. No fue celos, al menos no en el sentido clásico. Fue más bien como si alguien hubiese agarrado la idea de lo que yo pensaba que estaba construyendo y la hubiera hecho añicos delante de mí. El tiempo se detuvo. Como si todo el edificio, el mundo, los árboles, la ciudad, se hubiesen quedado quietos para contemplar ese momento exacto. Lo peor fue cuando él le entregó un ramo de flores, grandes, coloridas, que nada tenían que ver con las margaritas sencillas que yo sostenía como un idiota. Ella las tomó, sonrió, y él le abrió la puerta del coche. La ayudó a sentarse, con una amabilidad que parecía sacada de una escena de película cuidadosamente ensayada. Y Sofía... Sofía no pareció incómoda. No se detuvo a mirar a su alrededor. No me buscó con la mirada. Solo se sentó, acomodó su bolso en las piernas y esperó a que Manuel cerrara la puerta.



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En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 23.05.2025

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