Caos de Sofía

Capítulo 27: La cita que nadie pidió (especialmente yo)

Punto de vista de Sofía

Prometerle una cita más a Manuel a cambio de no perder mi trabajo sonó menos grave cuando lo escribí por WhatsApp. En mi mente fue algo así como “una hora, dos cafés, sonrisas falsas y listo”. Fácil. Rápido. Sin complicaciones. Como una visita al dentista para limpiar el alma y seguir con la vida. Solo que ahora estaba dentro del coche de Manuel, con flores en la mano (¡flores!) y una sonrisa de cartón, sintiendo que mi dignidad se había quedado llorando en el portal de casa.

—Te ves hermosa, Sofía —dijo Manuel mientras ponía música suave y subía ligeramente el volumen, lo justo para que sonara romántico pero no lo suficiente como para cubrir la conversación.

—Gracias... —respondí con voz de “estoy aquí bajo amenaza profesional”.

Él giró el volante como si manejara una limusina presidencial.
Yo apretaba las flores contra las piernas, buscando que no se me cayera ni la compostura ni la paciencia.

—¿Querés que vayamos a ese lugar con luces de velas y pianista aficionado? ¿O preferís algo más… íntimo?

—Con gente. Mucha gente. Y ventanas. Y señal de WiFi, por si tengo que huir vía GPS —solté sin pensarlo.

Él rió.
—Siempre con ese humor filoso. Me encanta eso de vos. Aunque confieso que un día me vas a empalar con sarcasmo.

—Solo si lo merecés.

Desvié la mirada hacia la ventana. Sentía que me estaba viendo desde afuera. Como una actriz en una escena que no entendía, diciendo líneas que no escribió. Estaba tan fuera de lugar que el asiento me parecía incómodo, la música empalagosa y hasta el olor del ambientador del coche me daba alergia moral.

Y entonces pensé en Julián.

En su sonrisa honesta. En el pan de ajo. En cómo me miraba como si no necesitara entenderme para quedarse.

Y ahí llegó la culpa. Con todo. Como una ola fría que te agarra cuando estás seca y desprevenida.

Metí la mano en el bolso. Saqué el celular. Escribí a Julián:

Hola! Perdón el cambio de planes, Cata se siente mal y me pidió que me quede con ella esta noche. Está con fiebre y parece que se intoxicó con… tofu vencido. 😅 Te escribo mañana, ¿sí?

Mentira.
Culpa.
Autoengaño.
Y un emoji de “jeje, todo bien” como moño venenoso.

Manuel giró por la avenida principal y aparcó frente a un restaurante con luces violetas y menú en cartulina plastificada.

—Sé que te encanta este tipo de lugares —dijo con orgullo, bajando para abrirme la puerta como si yo fuera la reina de Inglaterra. Me bajé porque no tenía escapatoria. Literal. Estaba del lado de la pared.

Dentro del restaurante, la decoración era una mezcla de “fiesta de 15” con “cita Tinder en nivel intermedio”. Había velas LED, música estilo "cover de baladas por saxofonista sin vocación", y un mozo con más gel en el pelo que experiencia en servicio al cliente.

Nos sentamos. Yo pedí agua. Manuel pidió vino. Y luego vino él.

—Vos y yo deberíamos hacer esto más seguido —dijo mientras se inclinaba hacia adelante con los codos en la mesa.

—¿Qué? ¿Mentirnos mutuamente y fingir emociones bajo presión laboral?

—No, salir. Conectar. Disfrutar del presente.

—Ah, eso... sí. ¿No tenés un PowerPoint sobre eso también?

—¿Querés que te lo prepare? ¡Con transiciones dramáticas!

Reí. Contra mi voluntad. Maldita sea.

—Sos una caja de sorpresas, Manuel.

—¡Y sin devolución!

Pedimos comida. Yo no sabía qué elegir porque el menú tenía descripciones poéticas como “ensalada bañada en suspiros de la huerta” y “sopa de cremosidad soñada en luna llena”. Terminé pidiendo lo que parecía más seguro: “algo con arroz y sin drama”.

Mientras comíamos, Manuel seguía hablando. De su infancia. De cómo había descubierto que le gustaban las cucharas gigantes. De su teoría de que el pan tostado es mejor psicólogo que muchos terapeutas. Yo asentía, sonreía, y pensaba en Julián.

Todo el tiempo.
En su cara cuando leyera el mensaje.
En si me creería.
En si, por casualidad, me había visto salir con Manuel.

La idea me apretó el pecho.
Empecé a jugar con el tenedor solo para no mirarlo.

—¿Estás bien? —preguntó Manuel.

—Sí, sí. Estoy… tratando de digerir la ensalada de suspiros.

Él se inclinó de nuevo.

—Sabés que me gustás, ¿no?

—Lo sospechaba. Por los gritos, los chantajes, y las flores.

—Y me alegra que estemos acá.
—Ajá.

—Y que fingirnos pareja no sea tan fingido, ¿no?

Tragué saliva.

—Mirá, Manuel… solo recordemos que esto es una cita laboral. ¿Sí?

—Por ahora.

—Por siempre.

—Por veremos.

Suspiré.
Más fuerte que el ventilador del restaurante.

Y ahí supe que no iba a poder sostener esto mucho tiempo.
Porque por dentro, algo se estaba rompiendo.
Porque me estaba traicionando. A mí. A Julián.
Y por más que necesitara conservar mi trabajo, también necesitaba dormir tranquila.

Cuando me llevó de vuelta a casa, intentó darme un beso en la mejilla, pero me alejé con un movimiento tan ágil que Simón me habría aplaudido si lo hubiera visto.

—Gracias por la cena —dije, forzando la voz amable—. Buenas noches, Manuel.

Entré al edificio. Subí las escaleras.

Cuando llegué a mi puerta, me senté en el suelo.
Así. Con vestido, flores marchitas, celular en mano.

Vi que Julián no había respondido.
O peor: había leído y no contestado.

Simón se acercó por debajo de la puerta. Me maulló.

Y yo solo pensé:

“Estoy perdiendo a la única persona que me gustaba de verdad… por culpa de la única persona que no me importa en lo absoluto.”

Y eso, dolía más que todo lo demás.

La vuelta al restaurante fue peor que la ida.

Manuel pidió una segunda copa de vino. Luego una tercera. El mozo intentó disuadirlo con un “señor, ¿está seguro?”, pero Manuel respondió con un brindis en el aire y un “¡noche de celebración, camarero de las emociones!”. Yo ya no sabía si reír o fingir un desmayo para que me sacaran en ambulancia.



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En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 28.05.2025

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