Cappuccino Navideño Completa

CAPÍTULO 16: DOCE DÍAS

CAPÍTULO 16: DOCE DÍAS

Ariel acomodaba paquetes de galletas respirando profundamente, aún seguía sin creerlo.

Todo empezó con una frase demasiado confiada de su parte:

—Nadie hace mejores galletas que yo.

Bastián levantó una ceja, como si acabara de escuchar el inicio de un reto personal.

—¿Nadie?

—Nadie —repitió ella, cruzándose de brazos, convencida.

Diez minutos después, la cocina del Bar parecía el escenario de una guerra que mezclaba harina, azúcar y orgullo.

—Esto es ridículo —se quejó Ariel mientras buscaba un bowl más grande—.

—Ridículo es que pienses que vas a ganarme con esas chispas de chocolate de principiante —contestó él, sin dejar de batir con una concentración sospechosamente seria.

El jurado estaba listo: Mónica, su madre y Jack, los tres sentados frente a la mesa como si esperaran el estreno de un show.

—No voy a ser parcial —dijo Jack, aunque su sonrisa decía lo contrario.

—Claro que no —replicó Ariel, lanzándole una mirada fulminante—. Porque si votas por él, duermes en la calle.

—Y si votas por ella, te quedas sin galletas de verdad —añadió Bastián, sirviendo su mezcla en la bandeja.

La cocina se llenó del aroma dulce en cuestión de minutos. Ariel se sentía segura, porque eran sus galletas, las de siempre, las que hasta su madre le pedía que hiciera en navidad. Mientras tanto, miraba con desdén cómo Bastián improvisaba con canela, ralladura de limón y un chorrito de vainilla como si estuviera en un programa de televisión.

—Eso va a ser un desastre —le susurró, apoyada contra la encimera.

—¿Celosa? —Él se inclinó apenas, con esa media sonrisa que ya conocía demasiado—. Tranqui, Nube de Leche. Prometo no humillarte tanto.

Cuando al fin las bandejas estuvieron listas, todos se abalanzaron como si hubieran ayunado tres días. Tres mordiscos. Tres expresiones. Tres veredictos.

—Yo voto por… las de Bastián —anunció Mónica, levantando la mano sin dudar.

—¡Mamá! —protestó Ariel.

—Lo siento, hija, pero están espectaculares —respondió su madre, levantando la segunda mano a favor de él.

Jack masticó lento, demasiado lento, disfrutando la tensión. Hasta que tragó y se encogió de hombros.

—Lo siento, Ari. Él gana.

Ariel lo miró como si acabara de traicionarla a nivel histórico.

—¿En serio? ¿Tú también?

—Sus galletas tienen un no sé qué… —dijo Jack, levantando la tercera mano.

Bastián alzó ambas cejas, victorioso, y levantó la bandeja como si hubiera ganado un campeonato.

—Tres a cero. Victoria aplastante.

—¡Esto es un fraude! —reclamó ella, con las manos en la cintura.

—Una derrota honesta —corrigió él, acercándose lo suficiente para que ella lo oyera solo a medias—. Y las derrotas, Nube de Leche, siempre se pagan.

La promesa quedó flotando entre los dos, más intensa que el olor a galletas recién horneadas. Ariel intentó ignorar el cosquilleo en la nuca, pero supo, en ese instante, que había firmado algo peor que una derrota: una condena.

—Ya pensaré cómo —añadió él, caminando hacia la puerta con esa seguridad insoportable.

Ella lo siguió con la mirada, apretando los labios para no responder. Perfecto. Había perdido galletas… y, claramente, la paz mental

Ariel no supo en qué momento había perdido otra apuesta

Lo único claro era la sonrisa de triunfo de Bastián mientras apoyaba un codo sobre la barra del Bar Parisi.

—Doce días, doce citas. —Su voz sonaba como quien dicta una sentencia—. Y nada de excusas, Nube de Leche.

Ella frunció el ceño, aunque en el fondo sabía que su protesta no tenía fuerza.

—¿Citas? ¿Contigo? —repitió, exagerando el escepticismo.

—Conmigo —confirmó él, alzando la taza de cappuccino que ella acababa de servirle—. Porque no solo pierdes apuestas, también cumples tu palabra.

Mónica, que estaba detrás acomodando bandejas, soltó una risa baja.

—Yo que tú empiezo a pensar en otra cosa, Ari. Este hombre no da puntada sin hilo.

—Ni espuma sin burbuja —murmuró Ariel, haciendo que Bastián soltara una carcajada.

La primera “cita” llegó esa misma tarde.

Él la pasó a buscar en su auto, y aunque ella insistió en que podía ir caminando, Bastián no aceptó un no.

El plan no era nada del otro mundo: un paseo en góndola al atardecer por el canal Navigli , algo que a cualquier turista le arrancaba suspiros, pero que para ella —que había crecido entre los canales de Milán— se sentía demasiado cliché.

—¿Esto es todo? —preguntó, cuando ya estaban sentados y el gondolero comenzaba a remar.

—No. Esto es el comienzo —replicó él, apoyando un brazo en el respaldo, muy cerca de su hombro.




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