CAPÍTULO 20: OCHO OPORTUNIDADES
Ariel dejó caer el último cuaderno sobre la mesa, dejando que el suspiro que escapó de sus labios arrastrara también el cansancio del día. La noche se filtraba por la ventana como un susurro helado, y el silencio de su departamento parecía más denso que de costumbre. Tomó el móvil, dudó unos segundos y, antes de que el impulso se desvaneciera, deslizó los dedos sobre la pantalla.
Ya estoy libre, escribió, mordiéndose el labio para contener una sonrisa.
La respuesta llegó casi al instante, iluminando la pantalla y su pecho.
Perfecto, Nube de Leche. Paso por ti en quince minutos. Hoy tengo refuerzos, envió Bastián.
Ariel parpadeó, intrigada.
“¿Refuerzos?”, leyó en voz alta enarcando la ceja. Su curiosidad latía más rápido que su corazón.
Miró por la ventana por enésima vez, intentando convencerse de que no estaba contando los minutos. La calle estaba tranquila, iluminada apenas por las farolas, y cada sombra que se movía le aceleraba el corazón.
Cuando finalmente escuchó el motor detenerse frente a la casa, se apresuró a tomar el bolso. Se detuvo un instante frente al espejo del pasillo, acomodando un mechón rebelde, como si eso pudiera calmar sus nervios.
Al salir, lo encontró apoyado con naturalidad en el auto, las manos en los bolsillos y esa sonrisa relajada que parecía hecha a propósito para desarmarla. A su lado, el pequeño terremoto de cabello indomable sostenía un globo de nieve, los ojos brillando de expectación.
—Creí que ibas a dejarme esperando toda la noche —dijo él sin moverse, la voz cargada de una diversión que le erizó la piel.
Ella arqueó una ceja, reprimiendo una sonrisa.
—No exageres —replicó ella, reprimiendo una sonrisa.
— Espero que no te moleste que trajera a este pequeño cómplice.
—¿Molestarme? —respondió mientras revolvía el cabello del niño—. Me encanta que lo trajeras contigo.
—O -o- mesa —balbuceó juntando sus manitos
—Y yo cumplo mis promesas —añadió Bastián, abriéndole la puerta del auto con un gesto que a Ariel le pareció peligrosamente caballeroso.
El aire frio de Milán en diciembre siempre tenía algo de cuento, como si cada esquina guardara un secreto.
El trayecto fue una mezcla de risas y balbuceos de Adriel, que no dejaba de señalar las luces navideñas. Ariel, a pesar de sus intentos por disimular, sentía que cada palabra de Bastián le recorría la piel como un roce imperceptible. Cuando él bajaba la voz para explicarle algún detalle de la ciudad, su cercanía la hacía olvidar por momentos el paisaje.
—No me digas que este es tu secreto mejor guardado —murmuró Ariel, ajustándose el abrigo mientras miraba las luces del Mercado de Brera.
—Uno de ellos —respondió Bastián con una sonrisa ladeada—. El otro involucra chocolate, pero para eso tendrás que confiar en mí.
Ariel entrecerró los ojos fingiendo desconfianza.
—Suena a trampa.
—Prometo que la única trampa es que salgas de aquí con frío en las manos y calor en el corazón.
Adriel, desde su asiento, agitó el globo de nieve y balbuceó algo parecido a “co-la-te”.
—¿Ves? —añadió Bastián, acariciando el cabello del niño—. Mi socio aprueba la misión de ir por un chocolate caliente.
La plaza se desplegó ante ellos como un sueño iluminado. Las luces cálidas colgaban de los balcones, los puestos de madera exhalaban el perfume dulce del chocolate caliente, y el murmullo de los villancicos flotaba en el aire como un canto antiguo. Adriel corría unos pasos con su torpeza de dos años, señalando cada adorno, cada esfera brillante, mientras Ariel caminaba a su lado, sintiendo que entraba en una postal viviente.
—Es… perfecto —murmuró, más para sí misma pérdida en las luces.
—Lo es —coincidió Bastián, y cuando ella levantó la mirada lo encontró observándola, no a las luces. Sus ojos tenían esa intensidad que parecía desarmarla sin esfuerzo. Inmediatamente buscó refugio en las vitrinas, fingiendo indiferencia.
—Con tanto trabajo, no sé cómo voy a organizar todo para el cumpleaños de Jessie si Jareb me confirma más tarde —confesó, acariciando con la mirada un pequeño ángel de cristal—. Apenas me quedan dos días y ni siquiera tengo equipo, Mónica, madre y yo no podemos con todo.
Bastián apoyó una mano en un poste de madera, arqueando una ceja mientras la escuchaba.
—Eso tiene solución.
—¿Ah, sí? —replicó ella, intentando sonar escéptica aunque la esperanza se colaba en su voz.
—Yo me encargo de reunir refuerzos —dijo él con esa calma que siempre la desarmaba—. Jack, Jareb, le puedo decir a unos amigos… incluso este pequeño héroe —señaló a Adriel, que giró hacia él con los ojos brillantes—. Nos instalamos en el Bar Parisi y hacemos un cuartel general. Nadie prepara fiestas como un equipo con hambre de galletas.
—No puedo pedirte eso —protestó Ariel, aunque en el fondo deseaba aceptar —nos has recomendado bastante con eso es más que suficiente.