Caramelos de Café

CAPÍTULO 1: LA NIÑA QUE MORÍA AL DORMIR

Claribel tenía cinco años y una enfermedad que nadie entendía. Cuando se dormía, su corazón dejaba de latir, su piel se volvía fría como el mármol, y su madre decía que parecía una muñeca de porcelana. Solo despertaba si le daban cafeína, en ese caso caramelos de café. Los doctores no sabían por qué, pero aquello la traía de vuelta cada vez. Su papá los guardaba en una pequeña bolsa de tela que colgaba cerca de su cama, como un botiquín de emergencia.

Cada vez que cerraba los ojos, Claribel aparecía en una ciudad vacía. Era gris, con edificios destruidos, árboles secos y silencio absoluto. Ahí, en medio de las ruinas, se sentaba un ser extraño, oscuro, alto, con cuernos que se curvaban hacia atrás y manos largas que parecían hechas de sombra. Ella nunca tuvo miedo.

—¿Tú eres un monstruo? —preguntó la primera vez que lo vio.

—No. Algunos me llaman demonio —respondió él con voz grave pero amable.

—¿Eres un demonio bueno o uno malo?

—Depende de lo que entiendas por bueno o malo.

Claribel se encogió de hombros y se sentó a su lado.

—Mi mamá dice que la gente buena ofrece caramelos. ¿Quieres uno?

El demonio aceptó. Aunque no comía, sostenía el dulce entre sus dedos como si fuera un tesoro.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó ella.

—Espero. Mi trabajo es acompañar a quienes están por cruzar... al otro lado.

—¿Y yo voy a cruzar?

—No lo sé. Todavía no. Por ahora vienes a visitarme.

Desde entonces, cada noche que Claribel dormía, volvía a la ciudad y al demonio. Y cada vez, le ofrecía un caramelo de café.

—¿Estoy rota? —preguntó, casi en un susurro cierta ocasión.

El demonio la observó por un largo momento, como si quisiera decirle algo importante, algo que ella no estaba lista para escuchar.

—No. Solo eres distinta. Y lo distinto... asusta a veces. Especialmente cuando el mundo está acostumbrado a que las cosas sean siempre iguales.

Claribel, aunque no entendiera del todo, asintió. Había algo en sus palabras que la hacía sentir un poco más tranquila, como si fuera posible ser distinta sin tener que desaparecer.

Sacó un caramelo de café de su bolsillo. Lo miró con una mezcla de nostalgia y cariño, como si aquel pequeño dulce fuera la última conexión con su vida normal, la que tenía antes de que todo cambiara.

—¿Quieres? —preguntó, extendiéndole el caramelo.

El demonio levantó una ceja, y luego, lentamente, aceptó el caramelo.

—Gracias. Aunque... sabes que si lo como, podrías despertar antes, ¿verdad? —dijo, con una ligera sonrisa.

Claribel no respondió inmediatamente. En lugar de eso, se quedó mirando al demonio con una seriedad que a veces solo los niños tenían.

—Hoy no tengo prisa —respondió, su voz calmada. Era como si ya no le importara tanto el tiempo que pasaba en ese lugar. No le temía a la espera, ni a la incertidumbre de lo que podría suceder.

El demonio la observó en silencio, pero esta vez no dijo nada. Solo miró el caramelo que sostenía entre sus dedos, como si tuviera algo más que decir, pero eligiera callarlo.




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