Caramelos de Café

CAPÍTULO 3: LA VISITA DEL DEMONIO EN EL MUNDO DESPIERTO

Era un día común, o al menos, eso pensaba Claribel. Estaba sentada en el sillón de la sala, con una muñeca en la mano y la televisión encendida, pero no prestaba mucha atención a lo que decía el presentador. Su madre entraba y salía de la habitación, siempre con un aire preocupado, y su padre murmuraba en voz baja con un hombre vestido con bata blanca.

Claribel se acomodó en el sillón, abrazando a su muñeca, sin saber que el demonio, como si fuera una sombra, la observaba desde la esquina de la sala. Él estaba allí, invisible para los ojos de los adultos, pero no para ella, pues había algo en el aire que cambiaba cuando él estaba cerca, una quietud distinta.

El demonio observó a la niña mientras los médicos discutían en voz baja sobre su estado. La madre de Claribel estaba visiblemente agotada, pero intentaba sonreír, fingiendo normalidad. El padre no decía una palabra, solo asentía de vez en cuando, sus ojos siempre en el suelo.

—Lo que estamos tratando de decir, señora... —comenzó el médico, tomando aire, como si lo que iba a decirle fuera muy difícil— es que la condición de su hija es irreversible. Hemos revisado todos los informes y las pruebas. Claribel no va a pasar de los cinco años.

Las palabras fueron como un golpe. El demonio, que no era ajeno al sufrimiento, sintió el peso de esa revelación. La madre dejó caer las manos, como si todo su cuerpo hubiera perdido el impulso de mantenerse erguido.

—¿Está seguro? —preguntó la madre, con la voz rota. La esperanza se desvanecía mientras hablaba. —¿No hay nada más que podamos hacer?

El médico miró a los padres con una expresión que no quería ser cruel, pero era inevitable. Sabía que esas palabras marcarían un antes y un después.

—Lo siento mucho. No podemos cambiar la naturaleza de la enfermedad. Solo podemos intentar que su hija se sienta lo más cómoda posible durante el tiempo que le queda.

Claribel no entendía todo lo que pasaba, pero algo en el ambiente la hizo sentir que debía estar más cerca de su madre. Se levantó y caminó, como si todo tuviera sentido, hacia el salón, donde vio a su madre tomando la mano de su padre.

El demonio la observó desde las sombras, su expresión un tanto diferente de otras veces. Por primera vez, no era solo un observador. En su interior, sentía una extraña mezcla de tristeza y compasión, algo que raramente sentía por las almas que pasaban por su dominio. ¿Era este el lugar al que la niña debía ir?

La madre se inclinó hacia su hija y la abrazó con mucha más fuerza de lo habitual, como si quisiera memorizar cada momento, cada respiración.

—¿Mamá? —dijo Claribel, mirando con curiosidad a su madre. —¿Por qué estás triste?

La madre tragó saliva, tratando de sonreír.

—No estoy triste, Clari. Solo estoy preocupada porque te quiero mucho.

El demonio no pudo evitar mirar cómo la niña sonrió, sin comprender por completo, pero de alguna manera, entendiendo que la tristeza de su madre venía del amor profundo que sentía por ella.

—No te preocupes, mamá. Yo estoy bien —dijo Claribel, dándole un pequeño beso en la mejilla.

El demonio se apartó silenciosamente, flotando en el aire como si no quisiera interrumpir ese momento tan íntimo entre madre e hija. Aunque no podía tocar el mundo de los vivos, podía ver las emociones que se filtraban a través de los gestos, las miradas y los silencios.

El demonio comprendió, tal vez por primera vez, que la niña ya no necesitaba más explicaciones sobre la muerte. Ella la conocía, la había aceptado de una manera que muchos adultos no sabían. Lo que ella realmente necesitaba era tiempo, tiempo para vivir lo que le quedaba, y a la vez, libertad para partir cuando su cuerpo dejara de responder.

—No te preocupes, pequeña —murmuró el demonio en un susurro, tan bajo que solo él lo escuchó—. Te ayudaré a encontrar la paz, incluso si eso significa ser más humano de lo que creía posible.




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