Carlos y Rossana (historia corta)

AMOR ETERNO

Esta historia no nació de la ficción ni de un sueño perturbador. Aconteció en la vida real, en Ecuador, en el barrio Flor de Bastión, Guayaquil. Y hasta hoy, por más que el tiempo avance, aquel recuerdo se clava como un puñal en mi memoria: es un hecho turbio, irrepetible, y muy imposible de olvidar.

La amistad que me unía a Carlos era fuerte, muy sólida. Con Rossana también compartía cierta cercanía, pero nunca fue igual: ella era más un aprecio pasajero, una relación cordial; Me convertí en el confidente de Carlos. Yo era el refugio de sus palabras, la caja que contenía todos sus desvelos.

Corría el año 2012. Carlos no destacaba por su apariencia: era un joven de contextura un poco gruesa, piel morena, ojos marrones oscuros. Sin embargo, trabajaba con empeño.

Su empleo como vendedor comisionista en Frito Lay le aseguraba un sueldo digno, entre 900 a 1200 dólares mensuales. Rossana, por el contrario, era el reflejo de la belleza en plena juventud. Diecinueve años, piel blanca, ojos verdes que parecían hipnotizar a cualquiera, cabellera marrón clara y lacia que caía como seda sobre sus hombros. Su cuerpo, perfectamente delineado, arrancaba suspiros por donde pasara. Caminaba como si el mundo entero fuese su pasarela, y su sonrisa, esa sonrisa radiante, era un arma capaz de doblegar hasta a los hombres más seguros de sí mismos.

Carlos, consciente de la distancia que existía entre su imagen y la de ella, se obsesionó. Se enamoró con una fuerza casi enfermiza. Yo lo escuchaba una y otra vez hablar de ella, hasta el cansancio, hasta saturarme de los detalles. Le aconsejaba que no se hundiera en esa obsesión, porque, siendo sincero, yo tampoco le veía oportunidad alguna. Sin embargo, él insistía.

La estrategia de Carlos fue la persistencia. No la seducción, no las palabras bonitas, sino el estar ahí. Día tras día se presentaba en la casa de Rossana, inventando pretextos: como arreglar una fuga de agua, reparar un cable, clavar una tabla, soldar algo que ni siquiera hacía falta. Poco a poco, se ganó no solo la confianza de ella, sino que también el cariño de su madre, ella trabajaba como enfermera en el IESS, la mamá de Rossana era una mujer de carácter firme, se había separado de su marido por infidelidades. Y por ello, el marido, para desquitarse de su mujer, dejó abandonada a su propia hija. Rossana empezó a odiar a su padre, tenía razón en sus percepciones, se confirmaron los hechos donde intuía que a su padre nunca le importó ella en lo absoluto.

En aquel tiempo, la madre de Rossana veía en Carlos un joven correcto, de buen corazón, dispuesto a ayudar sin pedir nada a cambio. Aunque no era apuesto, su bondad se elevaba por encima de cualquier apariencia.

Pero la realidad era otra. Rossana estaba enamorada de otro hombre, un amor que pronto se rompería en mil pedazos. El joven la traicionó, la dejó por otra, y no solo eso: le confesó que aquella mujer estaba embarazada. El golpe fue brutal. Rossana, herida y envenenada por la rabia, juró que se haría más hermosa de lo que ya era, dijo que encontraría un hombre mucho mejor que aquella rata traidora.

Fue entonces cuando Carlos, como un espectador atento de la tragedia, vio su oportunidad. Le compraba Flores, chocolates Ferrero, le hacía invitaciones al cine. La acompañaba en sus tristezas y en sus lamentos, la abrazaba como un oso de peluche al que se recurre solo para ahogar las penas. Para ella, Carlos no era más que eso: un paño de lágrimas, una presencia cómoda. Pero para él, cada gesto, cada roce accidental, cada palabra compartida era un paso hacia un sueño que parecía imposible.

Hasta que un día, contra toda lógica, Rossana decidió darle una oportunidad. Carlos tocó el cielo con las manos. Desde aquel instante en que Rossana aceptó estar con él, la vida de Carlos cambió por completo. Sentía que el universo se había rendido a su perseverancia, que todo lo que alguna vez pareció imposible estaba al fin al alcance de sus manos. Me contaba cada detalle con un brillo en los ojos que jamás había visto en él. Y aunque a veces me aburría de tanta confesión, no podía negar que lo admiraba. Contra todo pronóstico, había conquistado a la mujer que parecía inalcanzable.

El noviazgo avanzó entre paseos, risas y sueños compartidos. Iban a parques de diversiones -acudieron en repetidas ocasiones al famoso River Park en Ecuador- donde Carlos la tomaba de la mano con la ilusión de un adolescente. Iban al cine, a las salas de juegos, a comer helados, a cualquier lugar donde pudiera hacerla sonreír. Luego de aburrirme con tantos detalles, los momentos de su relación me parecieron interesantes cuando me confesó que tuvieron sexo. Su voz temblaba de orgullo: para él no era solo un encuentro, era la confirmación de que la vida lo había premiado.

Pasaron los meses y el idilio se convirtió en compromiso. Llegó el anuncio que me dejó atónito: se casarían. Yo, que al inicio jamás vi la mínima posibilidad de que Carlos lograra enamorarla, ahora lo veía arrodillado en un altar, vestido con terno negro, prometiendo amor eterno. Rossana, radiante, vestida de blanco, parecía un ángel recién descendido del cielo. El contraste entre ambos era abrumador: ella, belleza pura; él, con la sombra de un destino incierto reflejada en sus ojos.

Me repetí una frase que desde entonces quedó grabada en mí: el que persevera, alcanza.

Pero el tiempo, cruel y paciente, comenzó a desgarrar aquella ilusión. Los primeros indicios fueron sutiles: miradas frías, palabras cortantes, caricias que se apagaban. Carlos, al principio, no quiso ver la verdad. Prefería engañarse y pensar que eran solo rachas pasajeras. Pero el hielo entre ellos se extendía cada día más.

Hasta que lo inevitable se hizo evidente: Rossana ya no lo quería. O, quizás, nunca lo había amado.

Carlos se derrumbó. Venía a mí con los ojos enrojecidos, con la voz quebrada, buscando algún consuelo. Me confesaba que ella lo rechazaba en la intimidad, no quería compartir la cama más con él en la vida. Pero lo que más me estremecía era su reacción: decía que no le interesaba aquello. El deseo carnal era infinitesimal, comparado con el amor que sentía por la divina presencia de su elegante naturaleza. Afirmó con fe y esperanza que podía vivir sin sexo meses o años, lo único que más le importaba era que ella no lo abandonara.




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