Carretera al infierno

Parte I

Era la noche más fría de aquel crudo invierno. El aire nocturno era denso, casi irrespirable. Una espesa niebla cubría la desolada carretera Nro. 40 que conducía desde la Ciudad de San Juan hasta la pequeña comunidad de Jáchal. El reloj en el tablero del viejo automóvil de Martín Díaz indicaba que ya había pasado la medianoche cuando las luces de la ciudad solo eran tenues destellos en su espejo retrovisor. 

–Que condenado frío.–Se quejaba mientras movía inútilmente la perilla de la calefacción. Aun dentro del automóvil, con cada respiración, un halo de vapor grisáceo emanaba de su boca y nariz, como si estuviera a la intemperie, expuesto a los -2 grados centígrados que hacía en aquel remoto paraje. Las luces de su vehículo apenas podían iluminar unos metros por delante, la niebla era demasiado espesa. A los lados de la carretera se extendía el desierto, vasto y vacío, completamente desolado. Las siluetas oscuras de los altos cerros se elevaban a lo lejos, como espectrales vigías que observaban las almas solitarias que se atrevían a circular en aquella noche sepulcral.

Martín mantenía su rostro cansado sobre el volante, forzando su vista para intentar seguir la línea amarilla que marcaba la mitad de la serpenteante ruta, que se habría paso por el desierto. Conducía lentamente, la visibilidad era poca y sabía que sobre el asfalto agrietado y maltrecho se formaban de manera repentina, finas capas de hielo en las noches invernales. Si no tenía cuidado y pasaba a gran velocidad sobre el hielo, sus ruedas perderían tracción y podría ser sacado del camino dando trompos sin control. Demás estar decir que muchas vidas se perdieron en aquellos desolados parajes. Aunque sabía que era preferible viajar de día, Martín ya no podía seguir esperando. Solo quería llegar a su casa, olvidarse de todo, especialmente olvidarse del rostro de su padre, enfermo, conectado a decenas de tubos y cables, luchando por respirar.

El último mes había sido duro. La salud de su padre comenzó a deteriorarse poco a poco a medida que el cáncer se expandía desde sus pulmones ennegrecidos por años de tabaco, hacia el resto del cuerpo. Poco a poco aquel hombre fuerte al que admiraba y temía en partes iguales, se fue convirtiendo en un despojo de lo que era. Aquella noche en que su padre lo llamó entre llantos, no pudo decirle que no. A pesar de años de indiferencia luego de que su madre muriera, no pudo negar a acudir en su ayuda.

Nunca lo había escuchado llorar, ni siquiera en el entierro de su esposa. Aquel día permaneció parado junto a la fosa abierta mirando con su mirada fría, como el cajón descendía hacia las oscuras profundidades. Ni siquiera mostró un atisbo de lágrimas cuando el sonido hueco de la tierra golpeando contra el ataúd invadió el lugar. No es que no estuviera triste, después de cuarenta años de matrimonio perdía a su compañera de vida, pero era demasiado fuerte, demasiado orgulloso, no permitiría que nadie lo viera llorar, ni siquiera en un momento así.

Por eso, cuando finalmente escuchó a su padre estallando en lágrimas, supo inmediatamente que su final estaba cerca. Pidió que le adelantaran sus vacaciones de ese año en su trabajo en la oficina de correos y partió hacia la ciudad. Allí encontró a su padre. Era muy diferente al hombre al que había conocido. Con sus sesenta y cinco años, lucía mucho mayor, extremadamente delgado. Su aspecto era el de una persona frágil, distaba mucho del hombre fuerte y trabajador. Ahora apenas podía ir solo al baño. Era una escena deprimente de ver. Los tratamientos con quimioterapia le habían hecho perder gran parte de su pelo, solo le quedaban algunos cabellos dispersos en su cabeza, que por alguna razón se negaba a cortar del todo.

–Hijo. Haz venido. –Fue el frio saludo. No hubo abrazos. Ni siquiera un apretón de mano. Solo un asentimiento con la cabeza. Todavía mantenía la distancia con su hijo, esa distancia y desafecto que había adquirido a lo largo de su carrera como militar.

Aquellos días fueron los más difíciles que le había tocado vivir. Una de aquellas noches frías y melancólicas, la tos incontrolable de su padre lo despertó. Corrió hasta la habitación y lo encontró tirado en el piso, en un charco de sangre que salía de su boca.

 Al intentar ayudarlo, este se resistió. –Déjame. Puedo solo. –Le dijo con brusquedad mientras quitaba el brazo de su hijo que intentaba sostenerlo.

–Entonces ¿Por qué me has llamado? No eres más que un viejo orgulloso. –Le contestó furioso.

–Apuesto que lo disfrutas. Disfrutas verme sufrir como un perro. Te he llamado porque eres mi único hijo. Y te he llamado para que finalmente veas tu deseo cumplirse. Verme arrastrándome en mi propia inmundicia, luchando por caminar.

Martín lo miró con tristeza. Aunque siempre había sido severo con él y había noches en que tomaba hasta el cansancio y se ponía violento incluso con su madre, seguía siendo su padre, y lo seguía queriendo a pesar de todo.

–Ven déjame ayudarte. –Le dijo extendiendo su mano, pero su padre la apartó y se levantó con dificultad para volver a acostarse en su cama, con las sábanas blancas manchadas con gotas de sangre.

La salud del viejo Pedro Díaz fue empeorando día tras día. Y a medida que eso pasaba su carácter empeoraba más y más. Gritaba día y noche. Postrado en su cama maldecía una y otra vez al intentar levantarse. Pronto ni siquiera podía ir al baño solo. Martín debía alzarlo y llevarlo hasta el inodoro mientras este lo insultaba sin razón.

Una noche, los gritos de su padre lo despertaron en la fría madrugada. Corrió hasta la habitación temiendo lo peor. Allí estaba su él, lo miraba fijamente, con ojos repletos de ira.




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