Carta de un suicida

CARTA 7

                                                           CARTA 7

 

 CARTA 7

Me daba miedo pensar a veces en lo que podría pensar mi madre al enterarse de lo que yo hacía, pero me estaba sintiendo bien. Estos narcóticos me hacían olvidar todo lo que era mi realidad, mi puta vida. Mi maldita vida. Mi infierno, llamado VIDA.

Entre todos nos pasábamos las pastillas para que cada quien tuviera las suyas, sin que los profesores se dieran cuenta de lo que estaba pasando a sus espaldas.

Al llegar la hora de irnos a los cuartos, trancábamos las puertas con llaves, y como sabíamos que no nos daría tiempo de salir sin que nos vieran, pues viajábamos fuera de este mundo estando en nuestros cuartos.

Me encantaba cómo se sentía. Parecía que no estaba en este mundo, que no sentía dolor alguno, que nada me afectaba. Solo hasta que se me pasaba el efecto y regresaba a este puto infierno.

Tenía las ganas de nunca volver, y sonreía como nunca antes lo hacía.

Mi amigo me dice que cuando hago esos viajes, solo digo una frase

"Todo tiene un comienzo que nunca vemos"

Mientras rio y luego lloro.

Me piden a veces que se los explique, pero ni yo sé muy bien lo que significa, pues lo digo estando en mis delirios.

Pienso en una vida feliz, con mis padres juntos, con mis hermanos queriéndome como yo a ellos. Teniendo una novia, buenos amigos. Casándome, teniendo hijos, pero no... todo es falso, todo es mi culpa.

Siempre dicen que es mi culpa todo lo que pasa, y ya empiezo a creer que en serio todo fue mi culpa.

Ya mis viajes eran más frecuentes de lo que había imaginado; todas las noches necesitaba aquella dosis de narcóticos para poderme sentir en paz. Lloraba en silencio detrás de la universidad, mis notas ya no eran las mismas, los trabajos que debía realizar las dejaba para última hora.

Soñaba despierto que alguien me quería, pero solo lo soñaba.

Soñaba que era feliz con mi madre, lejos de todos, solo ella, mis hermanos y yo, pero solo lo soñaba.

Soñaba que tenía una esposa, tenía hijos, y éramos felices, pero solo lo soñaba.

Soñaba que llegaba del trabajo, y mi esposa me esperaba para comer, luego de darnos un baño caliente juntos, mientras nuestros hijos jugaban en el jardín, hasta que les llamásemos para venir a comer, pero solo lo soñaba.

Lo que más me dolía, era que, para mí, la felicidad solo es un sueño, nada más que un sueño.

****

Hace unos días notaron mi ausencia frecuente en las clases, la falta de mis trabajos, así que decidieron tener una reunión conmigo, donde sin más nada qué decir, solo llegaron a la conclusión de que debía de regresar a mi casa, que no podían seguir teniéndome ahí con tan bajas calificaciones.

Lo sabía, sabía que esto iba a pasar y nunca me detuve, sabía que en cualquier momento ellos se cansarían de mí, y por eso decidí seguir sin tener miedo a nada.

En cuestión de 3 días ya estaba de regreso a mi casa, donde mi madre me estaba esperando con aquella felicidad extrañamente angustiante.

No sé si estaba alegre de mi regreso, o estaba asustada por eso.

Podía entender un poco su expresión, pero traté de que se sintiera tranquila, que me portaría bien todos estos días.

Sabía que era mentir, sabía que su miedo era porque había regresado al infierno del cual ella con tanto esmero procuró sacarme.

Y aquí estaba yo de regreso, otra vez la decepcionaba.

Una noche, mi madre se levantó por la madrugada y se percató de un extraño olor fuera de la casa, y al asomarse a mi habitación, me vio sentado en la ventana, fumando hierba a escondidas, y jamás olvidaré su expresión de dolor, pues jamás se hubiera imaginado que su hijo hacia aquello. Me dió vergüenza al darme cuenta que ella me estaba mirando, y me preguntó:

—¿Por qué fumas esas cosas, Lucas? Por favor no hagas eso ya.

Yo apagué aquella hierba, y le dije entre lágrimas:

— Lo hago para escapar de este mundo, de mi realidad, de lo que soy, de donde estoy, de mi nombre, de mi existencia, madre. Me odio a mí mismo.

Ella me abrazó con lágrimas que le mojaban las mejillas, diciendo:

— No digas eso, Lucas, no digas eso. Tú no eres mala persona.

—Mamá, nadie me quiere. Todos me odian con razón, todos odian mi existencia. Mis hermanos también parecen odiarme. Dime, ¿cómo quieres que me sienta si esto es lo que soy, es lo que hay?
Soy un maldito estorbo, un maldito andrajoso que nunca debió nacer. ¿Por qué no me abortaste, mama?

Sé que aquellas palabras también la herían a ella, pero debía decirle como me sentía, porqué lo hacía.

Tenía que hacerla entender que no soportaba mi propia existencia.

                              




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