Cartas a Ina (#1)

Capítulo 1

Alaska

"Despertar temprano nunca fue un problema; más bien es una costumbre. No digo que me guste —¿a quién le gustaría?—, pero es inevitable.

Treinta minutos antes de que suene la alarma ya estoy despierta. Debe ser una maldición. Para pasar el tiempo, mejor les cuento sobre mi vida, así nos conocemos un poco.

Primer dato importante: suelo hablar de más, esté nerviosa o no.

Tengo cinco hermanos. Soy la sexta.

Mis hermanas y hermanos nacieron con minutos de diferencia, como si el tiempo también tuviera prisa. Por orden de aparición: Harper White Saller, a las 8:00 a. m., con 705 gramos y 35 cm; Valentín White Saller, a las 8:03, con 708 gramos y 37 cm; Brandon White Saller, a las 8:05, con 710 gramos y 37 cm; Megan White Saller, a las 8:07, con 709 gramos y 36 cm; Sharon White Saller, a las 8:09, con 711 gramos y 39 cm; y, para cerrar el desfile, yo.

Nací diferente a mis hermanos por muchas razones.

Salí del vientre de mi madre a las 8:11 a. m., con 700 gramos y 32 cm. Fui la más pequeña de los seis.

Y nací llorando. No el llanto delicado de un bebé recién nacido, no. Lo mío fue un auténtico berrinche. Palabras de mi papá, no mías.
Aunque, siendo honesta, ¿cómo no hacer un escándalo? Es indignante que no te dejen dormir cinco minutos más.

Al nacer, a mis hermanos y a mí nos llevaron a la UCIN, la Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales. Al principio pensaron que todos estábamos sanos, a pesar de haber nacido prematuros. Durante las primeras horas no había indicios de lo contrario.

Pero no fue tan así.

De los seis bebés nacidos, solo cinco estaban relativamente bien.

Mi vida fue irónica desde temprano.

A las pocas horas se dieron cuenta de que yo tenía dificultad para respirar. Después de una larga ronda de estudios descubrieron que tenía DBP: displasia broncopulmonar.

Cuando eso mejoró, apareció otro problema. Esta vez sanguíneo. Enfermedad hemorrágica por déficit de vitamina K. Tan rara como que Santa deje de comer galletas. Literalmente, una posibilidad entre diecisiete mil millones de personas.

No lo digo yo, lo dice la ciencia.

Después de que me dieran el medicamento para contrarrestar la enfermedad, por fin podía irme a casa con mis hermanos.
O eso creía.

Porque la vida, claramente, pensó: ¿por qué no hacerte sufrir un poco más?

Desde que nací hasta mi último estudio médico habían pasado varios días, y yo era la única de mis hermanos que no había abierto los ojos. Una enfermera de la UCIN les sugirió a mis padres que podría tener sensibilidad a la luz. Así que vinieron más pruebas. Muchas más.

El resultado: era albina.

Y seguro se estarán preguntando —aunque claramente nadie está preguntando nada, ya que esto solo lo leerá mi psicóloga— cómo no se dieron cuenta antes, si se supone que el albinismo se nota por la piel pálida y el cabello blanco. La respuesta es simple: no se notaba.

Bueno, esa fue una respuesta bastante vaga para todo lo que ya escribí. Perdón.

Fui una bebé pelona. Y, de parte de mi madre, todos mis hermanos eran bastante pálidos y rubios. Casi gringos, dirían algunos.

Lindo.

Cuando me hicieron la prueba de sensibilidad a la luz notaron que el iris de mis ojos tenía una mezcla entre turquesa y lila. Eso solo podía significar dos cosas: o mi madre había sido amante de un extraterrestre, o yo era albina.

Lástima que no fue la primera opción. Hubiera sido interesante.

Mi nacimiento parece una recopilación de los mejores episodios de Grey’s Anatomy.

Ya podía irme a casa, llevándome como souvenir una condición genética de por vida.

Hermoso.

Pero no.

Mamá entró en cirugía otra vez. Una hemorragia. Salió bien. Nos quedamos en su habitación. Nos amamantó a todos, jugó con nosotros un rato y nos sacamos fotos.

Y después, sufrió un infarto.

Miranda White murió el 22 de diciembre a las 10:43 p. m.

Papá sufrió mucho. Todavía lo hace. La amaba demasiado. Pero no se rindió: salió adelante con seis hijos, cada uno con un problema distinto, y lo logró.

Esta es mi vida. Tal vez di demasiados datos, pero son necesarios.

Lo único que todavía no nombré es a él… y, obviamente, a mi mejor amiga, que si se entera de que no la mencioné, me asesina."

Cierro mi "diario", que en realidad es un cuaderno con estampado de unicornios, pero digamos diario, suena más dramático e interesante.

Me levanto de la cama para guardarlo en mi cómoda, de ahí mismo tomo el marco en el que esta la única foto que tengo con mamá. Acaricio su silueta con los dedos y limpio una lágrima que se resbalo de mi mejilla.

Otro dato que pude haber escrito es que soy muy sensible, papá dice que lo saque de ella.

Dejo el cuadro en su lugar cuando escucho que tocan la puerta y corro al baño a mojarme la cara, la voz de papá llamándome se escucha mientras lavo mis dientes. No quiero que me vea llorando, es peor para él.

— En seguida bajo papá.

Escucho la puerta cerrarse y respiro de nuevo.

Seco mi cara con la toalla y salgo. Abro las puertas de mi armario de par en par y me paro enfrente pensando que llevar. Soy un desastre con la ropa.

Ya fue.

Uso lo mismo que ayer, total, nadie me vio así.

Busco en el fondo del mueble la ropa que ayer tire ahí dentro, remera amplia color negro con notas musicales esparcidas, un jean azul y mi campera de siempre.

Me quedo mirando la campera unos minutos y luego voy al tablero de corcho en mi pared, tomo una notita y escribo:

Para mi yo del futuro, comprar otra campera, está ya está más vieja que la profesora de música.




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