Estábamos allí, sentados en el tronco de un viejo árbol, contemplando en silencio la luz tenue que se alzaba desde un pueblo distante, más allá de la neblina que abrazaba las montañas. La noche era fría, y el viento, cargado del aroma de pinos y tierra húmeda, susurraba secretos olvidados entre las rocas. Jhoan, con la mirada perdida en aquel brillo lejano, suspiró mientras su cuerpo temblaba levemente por el frío que bajaba desde los picos nevados.
A su lado, ella. Su presencia era cálida, aunque callada. No necesitaba hablar; bastaba su silencio para llenar el vacío que lo había perseguido durante tanto tiempo.
Jhoan, con un movimiento lento, giró su rostro hacia ella. La luna, tímida entre nubes desgarradas, iluminó su cabello y perfiló su rostro con una delicadeza casi irreal. Con voz quebrada, murmuró:
—Es la primera vez que... que alguien sabe todo lo que me ha pasado... —hizo una pausa, como si las palabras fueran piedras en su garganta— ...y de mis inseguridades. Y aún así... aún así está aquí. Sin irse.
Un atisbo de sonrisa, pequeña y triste, se dibujó en sus labios. Bajó la mirada por un instante, avergonzado de su vulnerabilidad, luego volvió a mirar hacia ella.
Pero ella ya no estaba.
Sólo el vacío y la brisa fría ocupaban su lugar. El tronco, el campo, la montaña... todos testigos mudos de su soledad. La figura que creyó ver era apenas una ilusión, un espejismo creado por noches interminables sin dormir, por el peso de una memoria que no quería morir.
Jhoan apretó los puños, conteniendo el temblor que ahora no era sólo de frío. Mirando al suelo, murmuró para nadie:
—Me gustaría que me escucharas... y estuvieras aquí...
El eco de su voz se perdió en la inmensidad de la montaña, como una plegaria olvidada entre las estrellas.