Cartas a Nadie

Pequeños gestos, grandes refugios

Era una tarde inusual. No hacía calor, como solía ser habitual, sino que el frío se filtraba por las rendijas de la casa, cubriéndolo todo con una quietud extraña.
Jhoan estaba allí, sentado en su escritorio, hojeando uno de sus libros de psicología. Normalmente habría estado jugando en el computador o distraído en cualquier otra cosa, pero algo en el ambiente lo mantenía inquieto, como si el tiempo mismo le empujara a estar en otro lugar.

De pronto, una presión en su pecho.

Una sensación urgente, como un llamado que no podía ignorar.

En su mente apareció su rostro, el de ella, llorando en algún rincón de su casa. No sabía la razón, pero lo supo con certeza: algo no estaba bien.
La angustia lo envolvió y, sin saber qué hacer, buscó el consejo de su madre. Ella, con su sabiduría sencilla, le dijo:

—Si esa persona es lo suficientemente importante para ti como para sentir todo eso, entonces ve. Ayúdala. Sé la persona que la acompañe en su mal momento.

Esas palabras encendieron una determinación que no sabía que tenía.

Se cambió rápidamente de ropa, salió de casa y en el camino pasó por una tienda pequeña, recordando que alguna vez había leído que el chocolate era un pequeño consuelo para quienes se sienten tristes. Compró uno, sencillo pero elegido con cariño, y siguió su camino.

Llegó a su casa. Preguntó por ella.

Su madre le respondió que estaba durmiendo, pero al verla, aún somnolienta, Jhoan notó en su rostro la misma tristeza que había presentido.

Se sentaron juntos en uno de los pasillos exteriores de la casa, en silencio primero, dejando que el frío se acomodara entre ellos como un tercer acompañante.

—¿Entonces...? ¿Cómo has estado últimamente? —preguntó Jhoan, con voz suave.

Ella, aún medio adormilada, respondió:

—Bien... en lo del colegio. Y en la casa... se hace lo que se puede.

Jhoan sintió que sus palabras cargaban más de lo que decían.

Bajó un poco la mirada, luchando contra el nudo que se formaba en su garganta, y dijo, casi susurrando:

—Perdón por despertarte... solo... es que sentí que estabas mal.
Se le cortó un poco la voz antes de continuar:
—Me preocupo... me preocupo por las personas que son cercanas a mí.
—Y tú... —añadió, mirándola a los ojos—. Tú estás incluida entre esas personas.

Ella sonrió, una sonrisa pequeña pero real, y dijo:

—Gracias... Nunca nadie había hecho eso por mí.

Partió el chocolate por la mitad, le entregó un trozo y susurró:

—No me gusta comer sola.

Se quedaron allí, compartiendo el dulce más simple y a la vez más significativo que podían haber tenido. Sin palabras innecesarias, solo sintiendo la calidez que brota cuando dos almas se entienden, incluso en el silencio.

Y así, en esa tarde fría, entre suspiros, chocolate y sonrisas a medio construir, Jhoan entendió que a veces un pequeño gesto puede ser el refugio que alguien necesita.



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En el texto hay: melancolia, soledad

Editado: 10.05.2025

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