Estábamos en la entrada de un viejo auditorio. Como de costumbre, yo no hacía nada más que estar ahí, sentado en el borde de concreto con una chica entre mis brazos. La lluvia comenzaba a llegar y el frío de la mañana se avecinaba con paso lento pero firme. Solo teníamos nuestros busos y el calor mutuo que brotaba de una mezcla de afecto espontáneo.
La trataba con naturalidad, como se cuida una flor que ha crecido entre maleza: con cuidado, con respeto. Pero algo pasó. Me desconecté de la realidad por un instante. Khalef tomó el control.
Él siempre ha estado allí, en mi mente, como una voz que no pide permiso. A veces simplemente me reemplaza, como si mi conciencia se apagara de repente. Esta vez fue frente a ella.
La miró con ojos de juicio. Con su tono arrogante y su voz pulida por el desprecio, dijo:
—¿Y esa naricita?
No era una pregunta inocente. Era burla. Era un ataque. Khalef no tolera imperfecciones, ni siquiera las pequeñas. Ni su baja estatura ni sus rasgos particulares. Para él, si alguien quiere estar con "alguien perfecto", debe aparentarlo también. Si no, que se marche. No le sirve quien no esté dispuesto a ofrecerle todo.
Ella comenzó a llorar. No de rabia, sino de una tristeza profunda. De esas que vienen de la infancia, como el de alguien a quien ya han roto muchas veces una herida que nunca cerró.
Volví. Me sentí como si hubiera despertado de un apagón. No sabía exactamente qué había dicho, pero su llanto lo decía todo.
—Lo siento... no era mi intención hacerte llorar... No sé qué dije —le dije, desesperado, confundido, sintiendo cómo el corazón se me comprimía.
Nos quedamos allí. Yo con culpa, ella con lágrimas, pero ambos dispuestos a reparar. Poco a poco, la lluvia ligera nos rozaba el rostro, como si la brisa también supiera que algo había ocurrido. Aun así, no nos importó mojarnos. Solo nos importábamos el uno al otro.