La noche se extendió lentamente sobre la casa, sumiendo cada rincón en una oscuridad tranquila que me acogía con un abrazo que no esperaba. El aire fresco que entraba por la ventana traía consigo el aroma a romero, ese que había quedado enraizado en mi memoria, ese que marcaba mis recuerdos de los días tranquilos de invierno, cuando mamá y la abuela cocinaban mientras yo leía en voz alta, entre nervios y suspiros. Nunca entendí cómo, a pesar de que los días nunca eran perfectos, las comidas siempre sabían a hogar. Había algo en la forma en que se esforzaban por darle calor a cada momento, algo que todavía me perseguía.
La tarde había transcurrido con Elodie como siempre: la amiga que conocía mis silencios y mis palabras, mi apoyo en los momentos más sombríos. Al regresar, le mostré la habitación que mamá le había preparado, asegurándose de que no le faltara nada. No fue necesario decir mucho. Elodie sabía cuándo estar cerca y cuándo alejarse. Me entendía sin que tuviera que pedirlo, y lo agradecía profundamente.
Mamá, como siempre, estaba en la cocina. Sentada en la mesa, con las manos posadas sobre un cuaderno de tapa de cuero desgastada por los años, su sola presencia me transmitía una paz que no había encontrado en ningún otro lugar. Al verme entrar, levantó la vista. No dijo nada, pero su mirada hablaba por sí sola. Cerró el cuaderno con calma y sonrió.
Me quedé en silencio un momento, absorbiendo la calidez de esa casa que, aunque llena de ausencias, seguía siendo mi hogar. Los años no habían logrado borrar el calor de sus paredes, de sus pasillos y de cada rincón donde siempre supe que estaba segura. Aunque no lo dijera, sentía que mi regreso era más que una visita. Era volver a algo que, aunque distinto, seguía siendo mío.
—¿Cuándo se fue papá? —pregunté, sin pensarlo demasiado. El peso de la pregunta era tan grande como el vacío que había dejado su partida.
Vi en los ojos de mamá un atisbo de alivio, como si hubiese estado esperando que por fin lo preguntara. Su expresión no era de tristeza, sino de una aceptación serena, casi liberadora.
—Se fue cuando supo que no ibas a volver —respondió. Las palabras cayeron sobre mí con una suavidad inesperada—. Está en Copenhague desde hace tres años. Después de retirarse, abrió un taller de restauración cerca del canal. Poco después de que confirmaras que te quedarías en Cannes, empacó y se fue. Me llamó después para contarme que había conocido a una señora viuda con la que ahora vive, y que quiere casarse con ella.
Lo dijo sin resentimiento, con una calma que me tocó en lo más profundo. No pude evitar pensar en mi padre como la figura distante que siempre fue, pero también en lo que había dejado atrás: esa casa, la nuestra, que, aunque distinta, seguía siendo el lugar en el que crecí.
—Me escribe cada Navidad. Siempre pregunta por ti —añadió, como quien comparte un secreto pequeño, pero cargado de años.
Mis pensamientos volaron hacia él, hacia el hombre que era para el mundo: un juez, respetado e imponente. Pero para mí era otra cosa. Su forma de trabajar con la madera, de dar vida a objetos que parecían muertos, de crear algo bello a partir de lo que otros desechaban... Todo eso también formaba parte del padre que nunca conocí del todo, pero que habitaba en esta casa, en sus rincones, en el aroma persistente a madera.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté, sin reproche, solo con la necesidad de entender algo que nunca había comprendido.
—Porque tú tampoco preguntaste —respondió con sinceridad, sin dureza. Esa respuesta, aunque simple, me golpeó más de lo que esperaba. En el fondo, comprendí que, como él, yo también había elegido no preguntar. No había querido enfrentar ese vacío.
—Mamá... —dije, y su nombre flotó en el aire con una carga distinta.
Ella levantó la mirada hacia mí, sonrió suavemente y se levantó con la elegancia que siempre la había caracterizado, aunque el tiempo la hubiera transformado. Caminó hacia un pequeño estante de madera en la esquina de la cocina y sacó una caja antigua. Al abrirla, emergió una foto de mi infancia junto a unos papeles amarillentos, tan viejos como la casa misma.
—Este... —dijo con voz cálida—. Este es el nombre que tu padre y yo elegimos para ti. Desde que naciste, sentimos que no serías como las demás. Como si, desde el principio, fueras algo más grande de lo que podíamos imaginar. Un nombre fuerte, algo que te definiera más allá de lo que los demás vieran.
Miró la foto en sus manos. Su rostro se suavizó, y vi la nostalgia asomar en sus ojos.
—Valkyrie —susurró, como si el simple sonido de esa palabra tuviera el poder de devolvernos a un lugar lejano. Siempre me sonó distinta. Algo tan fuerte, lleno de historia y mito.
—Cuando éramos jóvenes, tu padre y yo leíamos mucho sobre mitología nórdica. Nos fascinaban esas mujeres guerreras, valientes, que luchaban por lo que creían y no se dejaban doblegar. Eran las más fuertes, las que decidían quién vivía y quién moría. Tu padre quería que tu nombre reflejara esa fuerza, esa capacidad de elegir y de ser algo más que las circunstancias. No solo una hija, no solo una niña, sino alguien que dejara su huella en el mundo.
El silencio cayó sobre nosotras. No necesitaba palabras para entender lo que mamá intentaba decirme. Las valkirias no solo eran guerreras; eran mujeres que tomaban control sobre su destino, que decidían su camino, que desafiaban las expectativas.
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Editado: 12.05.2025