Madre mía, quería vomitar. Suerte que el tío Víctor estaba presente. Siempre podía vomitarlo a él. Mi traje me picaba. Pero de ser diferente no lo usaría. Eso me daba suerte.
Hasta mi gato estaba vestido. Y mi mamá no había parado de llorar desde que amaneció. Papá trataba de convencerla de que pasara lo que pasara, yo siempre sería su bebé. Vicky se paseó contenta por los jardines del palacio toda la mañana. Debía estar feliz, a partir de ese día iba a ser oficialmente una princesa.
Y yo oficialmente Rey. Nada más de pensarlo mi reserva natural se movía causando náuseas.
Lio había tratado de convencerme de que todo estaría bien. Y el príncipe Connor se había pasado molestando en toda mi despedida de soltero con lo mucho que mi vida iba a cambiar cuando fuera gobernante.
Mi vida ya había cambiado a partir de que me volví novio de Rosemary, y de eso ya hacía más de un año.
Completé mi entrenamiento para ser Rey hacía poco pero el Rey Henry no podía evitar hablarme de política. Lo mismo hacía mi casi casi suegro. Fue el año más complicado de mi vida, el papá de Rosemary me educó para ser futuro monarca. No teníamos nada en común a excepción de lo mucho que nos asustaban nuestras madres.
Pero él era genial. Era un gran amigo una vez que entraba en confianza.
— Majestad, ésta a punto de salir— me dijo un guardia.
Wow. La gente me llamará majestad. Sonaba bien. El Rey Christian Basingstoke Larson Etoile de Indonia. Sí, me sentaba bien el nombre.
Entré a la iglesia. Lio y Savanna me saludaron. Mi madre tenía una caja de pañuelos desechables en las piernas. Vicky se acomodó la tiara. El Rey Henry me sonrió orgulloso. Connor estaba hablando con una chica que no conocía. Me huele a romance, pensé.
Estaba por cumplir mis últimos dos sueños.
Ella apareció del brazo de su padre. Y se veía genial de blanco. Y no lograba evitar pensar que esa es la primer boda a la que iba sin que pasara nada malo. Bueno, yo no estaba disponible para arruinarlo todo.
Tenía miedo. Pero los ojos infinitamente azules de Rosemary me tranquilizaban. Las cosas no iba a ser fáciles, lo sabía. Pasaríamos momentos malos, pero también mucho buenos.
Y valía la pena.
Nos tocaba decir nuestros votos. Yo empezaba primero.
— Prometo no regañarte nunca cuando se te caiga el relleno de tu taco. Y no despertarte en las mañanas con el ruido de mi gato. Prometo aprender a tocar el piano para que ya no suene a un animal agonizante. Prometo no pelear tanto con tus padres ni con los míos, no abandonarte cuando estás regañándome y tratar de ser un mejor hombre para poder merecer tu amor, aunque pasen miles de años para que eso pase— dije y sentía que podía ponerme a llorar en cualquier momento.
— Y yo prometo no reírme cuando caigas a un río, no acusarte de cosas que hizo el gato, no regañarte porque no sabes cantar, no ver películas de terror que te asustan, no amenazarte siempre con que voy a acusarte con mi papá, no reírme cada vez que veo tus fotos de cuando eras bebé y tratar de ser mejor esposa cada día de mi vida, con el mismo empeño que tú pusiste cuando escapaste de casa sólo para verme por primera vez— dijo ella con los ojos vidriosos.
La miré y ella me miró. Y la amaba cada instante más. ¿Ella lo sabía? Quería creer que sí.
— Puede besar a la novia— dijo el párroco.
Y la besé. Y mis sueños se cumplían. Veía a Rosemary convertida en Reina. Y yo me casaba con el amor de mi vida.
¿Sabía lo importante que era para mí? ¿Sabía que cada vez que respiraba era porque la tenía cerca? Ojalá que sí.
Y si no, tenía toda la vida para hacérselo saber.
Y sí, podía enviarle una carta de todas formas.
Así se sentiría más mágico, ¿No?