SERENA
La vida nunca ha sido fácil para mí. Cada día parece una prueba y a veces, me pregunto si tengo la fuerza suficiente para seguir adelante. Pero cuando abro los ojos y veo a mi hija dormida a mi lado, con su pequeño pecho subiendo y bajando al compás de su respiración, entiendo que no estoy sola. Dios no nos desampara; a pesar de las dificultades, me ha dado lo más importante: mi hija. Un día me quedé sin familia y me tocó enfrentarme al mundo sola. Me sentí desamparada y caí en las manos de un hombre que me volvió la burla de su familia y lo peor de todo, que lo amaba con locura y él también me humilló al guardar silencio.
Mientras preparaba el desayuno, la cocina se llenó del aroma a pan tostado y mermelada de fresa. Nuestro hogar tenía lo básico, pero somos felices aquí, juntas.
La silueta de mi pequeña apareció en la puerta, con sus ojitos azulados todavía adormilados y el pelo castaño enredado.
—Mami… ¿hoy podemos leer la palabra antes de desayunar? Ayer, no se pudo —preguntó con su voz suave, un poco ronca por el sueño.
—Claro, mi vida —respondí, dejando el pan en el plato. Me acerqué y tomé sus pequeñas manos—, vamos a dar gracias.
Nos tomamos de las manos y ella repitió mis palabras con esa fe pura que tenía. Milagros era eso, mi milagro. La manera en que ella hablaba de Dios me hacía entender que había logrado dejar en ella la semilla sana que mi madre dejó en mí.
—Gracias, Señor, por este día, por nuestro pequeño hogar. Bendice nuestras vidas y la de las personas que nos ayudan, cuida de mi hija cuando mis ojos no estén en ella, amén.
—Y que ningún mal toque nuestra casa, porque tú mandas a tus ángeles para que nos cuiden. También a mi papi… En el nombre de Jesús, amén —terminó y abrió sus ojitos y me sonrió con todo su rostro.
El nudo en mi garganta se hacía tan grande, como su padre no podía quererla…, si nuestra hija vivía queriéndolo cuando él no ha hecho nada para merecer tal cariño…
Milagros, mordía su pan mientras yo la observaba y admiraba como una tonta cada uno de sus rasgos, que era el vivo retrato de su padre: la nariz recta, el mentón afilado, incluso la forma de sus labios rosados. Era como si Gael estuviera presente en mi cocina, en mi vida, recordándome un pasado que me esforzaba por olvidar y un amor que mi cabeza inventó. A pesar de todo, no podía negar que esa parte de ella era tan hermosa.
Después de leer la palabra, la ayudaba a vestirse, escuchándola protestar por el uniforme, no le gustaba usar pantalones y era una regla del colegio. Su pequeño pantalón, ya desteñido por las lavadas y un poco corto, era un recordatorio silencioso de mi situación. Cerré los ojos con fuerza. Y recordé por qué no tocaba el dinero que Gael enviaba, una cantidad tan absurda que sabía que su madre lo hacía como una humillación y buscando la manera de demostrarle a su hijo que yo era una interesada. Mi orgullo me impedía aceptar nada que pudiera darles la razón. Tenía cuatro años en ese plan. Yo solo quería que Milagros creciera viendo que la honestidad y el esfuerzo también son bendiciones.
—Mami, ¿todo estará bien hoy? Ayer, no pareció un buen día para ti… Estabas muy triste y luego perdiste tu cartera y.., bueno, no era un buen día —preguntó, ajustando su mochila con sus manos diminutas, mientras me miraba con preocupación que me encogió el corazón.
—Todo estará bien, mi niña—le dije, acariciándole la cabeza y me obligué a sonreír para tranquilizarla, aunque por dentro me sentía frágil.
Caminamos hacia la escuela, tomándonos de la mano. Cada paso me recordaba que esta pequeña era mi razón para seguir, y que cada sacrificio valía la pena, media hora después la dejé en la entrada y se despidió de mí lanzándome besos y me fui directo al trabajo, que había sido mi salvavidas por años. Era una enfermera graduada, pero por la podrida influencia del padre de Milagros, hoy en día solo era una cuidadora. Mi trabajo era cuidar a la señora Elsa una mujer de casi noventa años con los ojos más brillantes y amables que he conocido, que eran muy parecidos a los de hija.
Su casa olía a lavanda y a libros viejos, un aroma tranquilizador. La encontré en el sillón de la sala, tejiendo. Cuando escucho mis pasos levantó su rostro y me sonrió.
—Serena, querida, ¿ya tomaste café? Te deje en la cocina y panecillos rellenos, muy ricos—preguntó, con su voz suave.
—Sí, señora Elsa, gracias. No debería estar cocinando, para eso me tiene a mi. Dígame ¿Cómo se siente hoy?
—Mejor, mucho mejor. Me he levantado pensando en mi pequeña. Soñe con ella y la vi tan real, traerla el fin de semana para que veamos tv y bueno, juguemos cartas, no puedo hacer mucho con estos huesitos—ríe—, ¿cómo está?
Me senté a su lado y apoyé mi rostro en su delgado hombro, su olor, su cariño me daban ganas de abrazarla y llorar por horas, he cargado con tanto que no sé como sigo de pie.
Sonreí y peine su cabello blanco con mis dedos, ella colocó sus manos sobre las mías.
—Mi valiente y fuerte, Serena… Mi niña, sabes que me puedes contar lo que sucede. Dime, ¿el mamiado de tu ex esposo te está molestando?
Solté a reír y me limpie la pequeña lágrima que casi caía.
—No, solo estoy agotada, y tengo que ir al registro, perdí mis documentos y los de Milagros, es solo eso. Y sobre Milagros, ella está muy bien…, te manda muchos besos.
La señora Elsa asintió, con una sonrisa nostálgica.
—Serena, un hijo es el milagro más grande que Dios puede darnos…
Asentí…, hace años me contó que tuvo una hija que falleció, pero nunca habla de ella. También que tiene un nieto que adora, pero nunca lo he visto, las veces que la ha visitado estoy en mis días de descanso y el cuida de ella. Pero solo se que tiene mucha tristeza cuando la recuerda a su hija.
—Lo hago, es mi todo…
El sonido de mi móvil interrumpió la tranquilidad. La señora Elsa me hizo una seña para que contestara y siguió tejiendo. Era la voz de una que reconocí al instante: la maestra de Milagro.
Editado: 02.09.2025