Cartas al cielo

CAPÍTULO 5

SERENA

Mi instinto de enfermera se activó de inmediato, borrando la curiosidad que me había empujado hacia el sótano. Me arrodillé a su lado, mi mano se posó en su muñeca para sentir su pulso, que era firme, pero su piel, sin embargo, estaba fría y húmeda.

—Señora Elsa, ¿qué siente? —pregunté, mirándola a los ojos.

Su respiración era normal, no parecía que tuviera un ataque.

—Ay, mi niña…, me dio un mareo terrible. Me sentí tan, tan, débil…, pero ya estoy bien—murmuró, con una sonrisa.

Observé a mi hija, que se había asustado y miraba la escena, confundida. Un suspiro de resignación escapó de mis labios.

—Vamos, señora Elsa, levántese. La voy a llevar a su cama —le dije, ayudándola a ponerse de pie con delicadeza.

Una vez en la cama, me senté a su lado. Mi mente no dejaba de pensar en la voz, en el ruido del sótano, en su nerviosismo.

—Debe descansar, señora Elsa —le dije, poniendo una mano en su frente.

—Serena, querida…, tienes muchas cosas que hacer y deje la cocina un desastre y cuando termines será muy tarde para irte con mi pequeña, hay mucha inseguridad —susurró, aferrándose a mi mano con sus dedos delgados y arrugados, no puedo creer que una extraña nos cuide como su familia—, por favor, quédense. Tengo su cuarto listo, para las dos y…, no quiero estar sola. ¿Te quedarías por esta anciana, cariño?

Mis ojos se llenaron de lágrimas, por la necesidad de sentir este calor de hogar.

Asentí, sin dudar.

—Nos quedamos…

Unas horas más tarde, había terminado. La casa limpia, ropa lavada y jardín regado y sus medicamentos comprados y ordenados, mi hermosa hija era una cuidadora de nacimiento.

No podía estar más agradecida con Dios de ser su madre y ella mi hija.

NARRADOR

El silencio era absoluto en casa de la señora Elsa. Milagros estaba apoyada en su hombro y la señora Elsa, acariciaba su cabecita, susurrándole palabras suaves que solo ella podía oír.

—Sabes mi pequeña, a veces, a los padres se nos hace difícil estar presente. Pero, por eso no debemos odiarlos, más bien siempre debemos amarlos y respetarlos.

Milagros, con los ojos cerrados, susurró, acurrucándose más en el pecho de la anciana.

—Yo jamás podría odiar a mi papá, abuelita. Así no me quiera. Pero sí me molestaría si vuelve a hacer llorar a mi mami. Ella ha luchado mucho y no quiero que ella sufra.

Elsa asintió en silencio. Las palabras de la niña eran más sabias que las de cualquier adulto. No eran solo palabras de amor, eran una lección.

—Abuelita… —continuo Milagros, su voz llena de una extraña claridad que asustaba a Elsa—, mi mami está muy cansada, se que ella le pide mucha fuerza a Dios, pero…, a veces necesitamos a alguien a nuestro lado que no ayude… —Un escalofrío recorrió la espalda de Elsa. ¿Cómo podía la niña hablar de esa manera? Era como si la voz de una persona mucho mayor estuviera saliendo de su boca—, mi mami necesita alguien que la abrace cuando yo no pueda, abuelita. Alguien que la haga reír y no la deje sola.

Susurró Milagros, su voz ahora un murmullo de sueño

—A ella le duele mucho el corazón. No se que le hizo mi papi…

Elsa se quedó helada, el vello de sus brazos erizándose. La niña hablaba de su propia madre, pero con una sabiduría que no le pertenecía. La soledad de Serena era una carga que solo ella y el creador conocían. Porqué una parte de ella se sentía culpable de que su hija creciera sin padre y que ella perdiera al amor de su vida. Cuatro años han pasado y todavía su mente sigue nublada desde el día de su boda.

—Me gustaría que mi mami no estuviera más sola… —susurró Milagros, su voz casi inaudible antes de caer en un sueño profundo.

Elsa miró a la niña con lágrimas en los ojos, y susurró una respuesta que la pequeña no escuchó, pero que se sintió en el aire.

—No está sola, mi amor… Nunca lo ha estado—Elsa se levantó con cuidado, y arropó a Milagros, dejando un beso en su cabello —, si supieras que Dios te ha dado unos padres que te aman con locura mi niña, solo que la vida a veces es injusta y ellos no es que sean muy valientes.

Las horas pasaron, marcando las 2 Am en el reloj antiguo de la señora Elsa, que estaba en el final del pasillo y la luz de la luna entraba por la ventana, solo eso era lo que daba un poco de claridad dibujado en el suelo la figura de un hombre, que caminaba por el pasillo. La puerta de la habitación donde estaban Serena y Milagros estaba entreabierta. Él entró en silencio. El aire olía a la fragancia de coco que usaba Serena.

Su mirada se detuvo en Milagros, arropada, un pequeño bulto. Apartó su cabello de su rostro, detallando cada uno de sus rasgos. <<Era más hermosa en persona>> pensó y luego, sus ojos se encontraron con la silueta de Serena, dormida en un sillón, con el rostro inclinado. Se acercó a ella, su corazón latiendo con fuerza. Con sus dedos temblorosos, rozó su cabello oscuro, que caía en ondas sobre su rostro. Era tan suave como recordaba. Sintió un dolor agudo en el pecho, una punzada de culpa que lo hacía sentir ahogado. Observó sus pequeñas pecas, la delgadez de su cuerpo, y se sintió aún peor. Había sido él quien la había llevado a esta vida, y la culpa le carcomía.

Se giró para marcharse, cerrando la puerta con sumo cuidado. Se encontró con la señora Elsa en el pasillo, con una rebanada de pastel en sus manos.

La miró y levantó una ceja, burlón. La señora Elsa tenía una dieta estricta y terminó por ocultar el pastel detrás de su espalda, como una niña.

—¿Qué haces todavía aquí, hijo? —susurró ella, con desesperación en su voz.

—No podía irme sin verlas —susurró el hombre.

—Vete ya…, te llamo mañana. Sí, anda, anda, la llave está en el tazón de galletas.

En ese momento, unos pequeños pasos se escucharon desde el interior de la habitación. Elsa abrió los ojos con terror y lo empujó hacia el pasillo donde casi no había claridad, dejando caer su rebanada de pastel.




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