Cartas al cielo

CAPITULO 7

Una semana después…

SERENA

Milagros amaneció sonriente como siempre, aunque me dijo con esa vocecita suya tan dulce que le dolía un poco la cabeza. Era la segunda vez en la semana que volvía el dolor, pero no eran fuertes como aquel día.

—No te preocupes, mami —me dijo, frotándose la sien—, dame un abracito y se me quita, ya veras.

Le sonrei aunque por dentro me preocupaba. La abracé con fuerza como si pudiera quebrarse entre mis brazos. Pero sus ojitos azules me devolvieron calma, esa calma que solo ella sabe darme.

El día transcurrió casi normal, en casa. No cuidaría a la señora Elsa y a Milagros se le había quitado el dolor, dibujaba tranquila en la mesa mientras yo doblaba ropa y tarareaba bajito para distraer mis pensamientos. La veía concentrada, apretando sus labios como siempre hacía cuando estaba inspirada.

De pronto, escuché el golpe seco y alcé la mirada…, y la vi desplomada sobre el cuaderno.

—¡Milagros! —grité con un nudo en la garganta. Sentí como si me arrancaran el corazón de golpe.

Corrí hacia ella, la tomé en brazos y mi mundo se derrumbó en ese segundo eterno. La zarandeé suavemente, con lágrimas en los ojos.

—¡Despierta, hija, por favor! No me hagas esto, mi amor.

Su rostro estaba pálido, sus labios casi sin color. La pegué contra mi pecho, rogando a Dios en silencio, hasta los segundos que se hicieron eternos y luego sus pestañas se movieron lentamente.

—Estoy bien, mami… —susurró con una sonrisa débil, acariciando mi mejilla.

La abracé con fuerza, temblando como una hoja. Ella, en lugar de asustarse, me acariciaba el cabello como si quisiera tranquilizarme.

—No llores, mami…, no se que paso, solo me dormí un ratito.

Quise ser fuerte, pero mis lágrimas cayeron sobre su frente.

En medio de mi desesperación, no logré dormir y decidí llevarla al módulo cercano. Caminé con ella cargando con el miedo en cada paso. Allí, apenas nos miraron. Un doctor joven la revisó rápido, con un gesto cansado, y dijo con indiferencia:

—No parece nada grave, señora. Puede ser falta de vitaminas.

Lo dijo sin mirarnos siquiera, ya llamando al siguiente paciente. Dándome un papel con las vitaminas que deba comprar y más pastillas para el dolor. Sentí una mezcla de rabia e impotencia.

Al llegar a casa, Milagros volvió a dibujar en su cuaderno, como si nada hubiera pasado. Yo fui a prepararle una merengada y cuando regresé, la encontré dormida sobre la mesa. Me aseguré que estaba dormida y no desmayada, la lleve a su habitación y en la pared estaba el dibujo que había hecho antes de desmayarse, no me percate cuenta lo colocó sobre su cama.

Era un jardín de flores de colores torcidos, con un columpio en el centro. En el columpio había una figura de palitos que reconocí al instante: era ella, sonriendo. Pero detrás de un árbol, había una sombra oscura, enorme, dibujada con crayón negro. Tenía ojos, dos círculos azules que parecían mirarla fijamente. En todo el alrededor mariposas y burbujas o gotitas de agua no se entendía muy bien.

Encima, con su letra infantil, había escrito:

“Él también me cuida.”

Se me heló la sangre. «¿Quién era él?» Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, pero no quise asustarme más de lo que ya estaba y acaricie su cabello dejándola descansar. Al día siguiente, fuimos a trabajar a casa de la señora Elsa. Mientras ayudaba en la cocina, no pude contenerme y le conté lo que había pasado.

—Señora Elsa…, ayer Milagros se desmayó. Yo pensé que se me moría en los brazos.

Ella se detuvo, me miró con esos ojos que siempre parecían ver más de lo que uno decía.

—¿Y la llevaste a un buen doctor?

—Al módulo… —respondí bajando la mirada—, dijeron que no era nada grave.

—¡Serena! —replicó ella, alzando un poco la voz—, la niña no puede quedarse así. En ese módulo no atienden como es. Mi Serena llevala a la clínica que te dije, y busca al doctor que te mencione, la atención es gratuita. Te acompaño si quieres.

Sacudí la cabeza con firmeza, aunque por dentro dudaba.

—No, señora Elsa. No quiero deber favores. No quiero que nos vea como una carga.

Ella me fulminó con la mirada, molesta.

—¿Una carga? ¡Es mi…, tu hija, Serena! ¡Bueno, si. Mi nieta también yo la quiero como una y no son ninguna carga, yo veo a un pequeño ángel que necesita ayuda, hija.

No supe qué responder. Solo la abracé y me permití llorar el susto que había pasado, sola con mi pequeña. Solo como siempre, solo somos mi hija y yo. Esa noche, mientras cargaba a mi hija de regreso a casa, decidí tomar un taxi. La brisa era fría y la podía enfermar, sin contar que la calle estaba sola y silenciosa.

De pronto, Milagros, apoyada en mi hombro, alzó la mano y saludó hacia la oscuridad de la acera contraria.

—Buenas noches… —susurró en mi oído, pero no era a mí a quien le daba las buenas noches.

Me giré rápidamente, pero no vi a nadie. Solo sombras alargadas por la luz lejana de varios postes.

—¿A quién saludas, hija? —pregunté con un nudo en la garganta y nerviosa.

—Al hombre que siempre nos sigue, mami. Pero tranquila, él no es malo.

El corazón me dio un vuelco. No quise mostrar mi miedo. La abracé con fuerza, detuve el primer taxi que pasó y subí casi corriendo. Durante el trayecto, besaba su frente una y otra vez.

La mañana siguiente, llegó Nathalia con su hija.

—Serena… —susurró, apartándome un poco hacia la cocina—, Mila está muy blanca, mírala bien. Eso no es normal, amiga.

—Ya lo sé… Hoy lo note, pero no estaba así —respondí con voz rota, acariciando mi taza como si pudiera esconderme dentro de ella.

—No puedes quedarte de brazos cruzados, Serena. Sabes hoy nos confirmaron que internarán a Abril…, pero no dejaré de venir a verlas—Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero sonrió con fuerza—, estoy esperanzada, amiga.

La abracé con fuerza.

—Me alegra tanto… Abril es un sol.




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