Cartas al cielo

CAPÍTULO 8

NARRADOR

Serena dormía en la habitación de al lado, pero escuchaba unos quejidos. Asustada se levanta y corre a la habitación de su hija, cuando entra y la ve, sabe que no está bien. Milagros estaba prendida en fiebre de nuevo, negaba ya no podía seguir creyendo que era solo un virus. La pequeña se quejaba y llamaba a su papá, mientras no lograba abrir sus ojitos.

Serena corrió por un paño y la envolvió, no se percató que estaba en ropa de dormir y no le importo se fue y subió al primer taxi que deambulaba. El corazón le palpitaba tan fuerte que podía escucharlo en los oídos, su pequeña dormía sobre su pecho, con la fiebre aún en sus mejillas, pero su respiración era tranquila. En ese momento, no sabe cuántas oraciones le envió a Dios.

<<Mi señor, eres nuestro médico por excelencia, sana a mi hija>> suplicaba dentro se sí mientras sus lágrimas caían.

Marcó el número de Elsa con dedos temblorosos y habló con tranquilidad.

—¿Señora Elsa? Soy yo. Voy camino a la clínica con Milagros, está muy mal, no podré ir en unas horas a trabajar…, pero prometo ir si mejora por la tard…

—Ay, hija… —la voz de la anciana se quebró—, no te preocupes por nada. Lo importante es que cuides a la niña, llámame no podré llegar a tiempo pero puedo enviar a alguien.

Serena cerró los ojos, conteniendo las lágrimas.

—Gracias…, gracias por tanto. Debí hacerle caso, debí traer a mi hija antes.

—Tranquila, cariño… No sabes la emoción que tengo, te dejo, tengo que llamar a mi nieto.

Colgó y de inmediato envió un mensaje a Nathalia:

“Voy camino a la clínica con Milagros, no mejora. Estoy asustada”

No tardó en sonar el teléfono.

—¡Serena! —la voz de Nathalia estaba cargada de urgencia—, quédate tranquila, apenas me digas dónde están voy para allá. ¿Qué necesitas? Dime rápido, para preparar todo y dejó a Abril un momento, aquí la cuidan muy bien.

Serena apretó el celular contra su pecho, agradecida.

—No se que haría sin ti, amiga. Pero, no es necesario —quería decir que sí, tal vez ropa y algo de comer para la niña. Pero se contuvo —, tal vez nos regresen a casa.

—Llamame igual, sí.

Respondió un sí y sentío cuando el taxi giró. Y de pronto, apareció ante ellas el edificio. Una estructura enorme, iluminada, el sol naciente detrás como algo de cuento de hadas y con cristales que parecían mármol pulido y columnas blancas que tocaban el cielo y más allá.

Serena se quedó sin aliento.

<<¿Seguro que la señora Elsa no se equivocó? Esto parece un palacio…, y dice que es gratuito… Dios mío>> pensó, sintiéndose pequeña frente a aquella magnificencia.

En su regazo, Milagros empezó a removerse. Sus pestañas revolotearon y abrió los ojos, aún con las mejillas rojas por la fiebre. Toco su frente, pero como si hubiera sido solo un sueño estaba perfecta.

—Mami…

—Sí, mi amor. Vamos llegando a una clínica, necesitamos que te revise un doctor —Serena le acarició la frente y dejo un beso en ella

La niña miró su pijama, rosa con dibujitos deslavados, y frunció el ceño.

—¡Ay, no! ¿Me van a ver así? —se quejó con un puchero.

Serena soltó una risa nerviosa, después de tantas horas de angustia.

—Es la moda, cariño. Mírame a mí, vamos igual— me miro unos segundos y luego peinó su cabello con sus manos y me peinó a mi con una sonrisa— ¿te preocupa tu pijama, traviesa? Casi me matas del susto hace unas horas…

Milagros sonrió, como si la fiebre nunca hubiera estado ahí.

—Una niña siempre tiene que estar bonita.., como una princesa.

Asentí y la abracé fuerte.

El taxi se detuvo y Serena pagó apresurada. Tomó de la mano a su hija y bajaron. La niña abrió la boca en una “O” de asombro al ver la fachada de cristal, los jardines perfectamente iluminados y el parque que se extendía junto a la entrada.

—¡Mami, parece un castillo! —exclamó con entusiasmo.

Serena, con el corazón apretado, no podía dejar de pensar en lo que costaría un lugar así. Pero intentó no mostrarlo.

Dentro, en recepción, comenzaron a pedirle datos: nombre, dirección, edad de Milagros, estado de salud. Serena respondía entrecortada, con el temor de que en cualquier momento le pidieran un dinero que no tenía. Y lo que noto es que nadie las miraba de mal manera por estar en pijama todos parecían muy amigables y el lugar respiraba tranquilidad.

Mientras tanto, Milagros tiró suavemente de su camisón morado.

—Mami, ¿puedo ir al parque? Solo un ratito… Mira, está cerca, de aquí logró ver un tobogán.

Serena dudó, pero la alegría en el rostro de su hija la desarmó.

—Está bien, pero no te subas a nada. Cariño, hace poco tenías fiebre, sí. Solo anda a verlo.

La niña asintió y corrió hacia el jardín.

Mientras Serena respondía, con voz entrecortada, a las preguntas de la recepcionista sobre documentos y antecedentes médicos. Los pies ligeros de Milagros la llevaron unos pasos más allá, hasta el inicio de un pasillo iluminado por la luz suave de los ventanales altos.

Allí, casi como si hubiera estado esperándola, una niña rubia apareció. Tenía la misma edad que Milagros, con un vestido de flores. No necesitó presentarse: sus ojitos verdes y la sonrisa amplia que ofreció a Milagros fueron suficiente para que ambas se reconocieran sin palabras, como si ya se hubieran visto en algún sueño compartido. Milagros se detuvo, sorprendida. Luego, con un gesto espontáneo, alzó la mano para saludarla. La otra niña hizo lo mismo, reflejando exactamente su movimiento, como un espejo vivo.

El corazón de Milagros se llenó de una alegría extraña, como si hubiese encontrado a alguien que siempre había estado buscándola.

—¡Hola! —exclamó, emocionada, aunque nadie más parecía escuchar su voz.

La niña rubia no respondió con palabras. Se limitó a sonreír con ternura, sus ojos fijos en los de Milagros, y esa sonrisa era tan cálida que parecía envolverla como un abrazo invisible.




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