Cartas al Destino: El amor que no fue

Capítulo 5: ¡Vas a ser tía!

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Camila estaba radiante, con esa alegría genuina que a Valerin siempre le pareció casi celestial. Sonreía con los ojos, con la piel, con el alma entera, como si dentro de ella brillara algo más que simple felicidad. Y tal vez era eso. Tal vez dentro de ella ya habitaba una vida que transformaba su esencia.

Pese a su incomodidad decidió beber una copa, pero noto que su hermana no lo hizo.

Pensó y luego lo desecho, no era imposible ¿Pero tan pronto? Sintió una punzada en su pecho. —Brindemos hermana, lo haré con agua, aún no le he dicho a mamá… —Se sintió un poco mareada. Casi sabía lo que vendría después. —Y bueno… —Camila hizo una pausa dramática mientras tomaba la mano de Diego—. ¡Vas a ser tía!

Valerin no reaccionó de inmediato. Sonrió, pero su cuerpo sintió como si miles de agujas se clavaran en su piel de la forma más cruda posible. La copa en su mano tembló apenas, lo justo para que unas gotas de vino rozaran su falda.

Volvió a sonreír, esa sonrisa educada que tan bien había aprendido a fingir en su vida. La misma que usó en funerales, rupturas, y en el consultorio médico cuando le dijeron:

“No es posible. No sin arriesgar tu vida.”

—¿Tía? —repitió en voz baja, más para sí que para ellos.

Camila asintió emocionada, ignorando por completo la palidez repentina en el rostro de su hermana. Diego, en cambio, lo notó todo. ¿Como no? Si estaba atento a cada uno de sus movimientos.

—¡Sí! —gritó Camila, dando un pequeño saltito—. ¡Estoy embarazada!

Y ahí estaba: esa sensación en su alma, ese vacío que siempre intentó enterrar bajo excusas, trabajo y sueños que ya no le pertenecían.

—Estoy muy feliz por ustedes —No mintió, le alegraba, pero forzó la sonrisa más hermosa que pudo fingir.

Por dentro, estaba hecha pedazos.

—Gracias hermana. —Camila la abrazo y por primera vez cruzó la mirada con Diego por más de cinco segundo en lo que iba de noche.

—Te amo, pero debo irme.

—Sí debes estar cansada, trabajas demasiado, siempre te lo he dicho.

Ambas se pusieron de pie y sintió que se tambaleaba.

—Estoy bien con mi rabajo Cami —Pellizco su nariz —Hasta luego Diego. —Dijo sin más y abrazó a su hermana con amor. —Cuídate, te amo. —Se atrevió a tocar su vientre. —Y tu pollito debes crecer fuerte. —Su hermana hizo un puchero tierno.

—Eres la mejor, te amo Val. Te acompaño.

—No es necesario, hablamos luego. —Tomó sus pertenencias y salió casi corriendo. El nudo en su garganta comenzó a crecer, su pecho ardía como si algo la comprimiera desde adentro.

Las paredes metálicas del ascensor parecían achicarse y sus manos empezaron a temblar. Al entrar a su auto debió sostener el volante y se sintió mareada.

Decidió respirar profundamente y así manejar, ansiaba llegar a su casa, manejo por la ciudad de vuelta a su apartamento. Abandonó el coche y al entrar a su apartamento fue directo a su cuarto de baño, las lágrimas comenzaron a correr y al mirar su reflejo en el espejo tenía los ojos enrojecidos, mejillas encendidas, labios temblorosos.

Y ese reflejo atormentado la llevó a ese momento en que lloró en una camilla, cuando aún creía que todo en la vida podía solucionarse con fuerza de voluntad.

Tenía poco menos de veintiséis años cuando su cuerpo decidió rendirse. Un quiste hemorrágico la llevó a una cirugía de urgencia, esto la llevó a tener hemorragia interna y el informe fue claro y brutal:

“Tu útero no podrá soportar un embarazo. Podrías intentarlo, sí, pero el riesgo sería inmenso. Para ti, para el bebé. Es mejor que lo sepas ahora, mientras aún puedes decidir cómo quieres vivir.”

No lloró, no frente a ellos, pero cuando estuvo a solas abrazó la almohada y lloró hasta quedarse dormida con los ojos hinchados y la boca seca de tanto gritar sin voz.

Desde entonces, aprendió a callar, puesto que eso sucedió en un viaje y no quiso molestar a su madre con esto. Aprendió a sonreír cuando sus amigas mostraban ecografías y a decir “quizás algún día” cuando preguntaban si deseaba hijos y fingir que su carrera, su libertad y sus viajes eran decisiones, no reemplazos.

Pero no lo eran. Eran parches sobre una herida abierta que nunca terminó de cerrar.

Tenía el rostro mojado y no sabía exactamente en qué momento había empezado a llorar. No es envidia —se repitió una y otra vez—. No es envidia.

Era dolor, un duelo sin nombre, sin lápida, sin nadie que supiera que existía. No lo dijo en voz alta, pero sintió que su cuerpo la había traicionado, que su feminidad entera se derrumbaba y desde entonces, ese secreto dormía en ella como una herida abierta que nunca terminaba de cerrar.

Había aprendido a convivir con la idea, o eso pensaba, hasta hoy. El timbre de su celular vibró.

Era un mensaje de Camila:

“¿Estás bien? Te noté callada. Estoy tan feliz que quería compartirlo contigo primero. Te amo, hermanita.”

Valerin apretó el celular contra su pecho, como si eso pudiera detener las lágrimas que volvían a brotar. No era justo, sin duda nada lo era.




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