Cartas al Destino: El amor que no fue

Capítulo 8: Nueva oportunidad

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El miércoles llegó con rapidez para ella, pero para Théodore, demasiado lento, ¿el motivo? Se negaba a pensarlo y se prohibía decirlo en voz alta, como si al nombrarlo se hiciera real aquello que no debía sentir.

Valerin despertó sin alarma, no hacía falta, su cuerpo se había adelantado a cualquier mecanismo, como si supiera que algo se estaba cerrando. Se preparó con menos esmero que de costumbre, como si no quisiera impresionar a nadie, como si el final no mereciera esfuerzo.

Ella sí tenía un motivo de tristeza y amargura, su jefe no se equivocó el lunes pasado al decirlo, su hermana le envió el vestido “Convirtiéndola en dama de honor y al mismo tiempo madrina de la boda”

Eres mi elegida, te amamos Val, el bebé sigue creciendo.

La ecografía de su sobrino la hizo sonreír mientras derramó un par de lágrimas que limpio con brusquedad. Quería que su estúpido corazón dejará de sentir y le avergonzaba hablarlo con alguien más, cada noche se autocastigaba ¿Cómo explicar algo tan injusto como haber amado primero? ¿Y aun así perderlo? ¿Pero no fue ella quien lo conoció antes? ¿Por qué se sentía tan mal?

Esa respuesta era cruda y tan real, amaba a su hermana;

Por encima de sí misma.

Por encima de él.

No conforme con ese dolor, sus manos comenzaban a buscar el vientre plano, vacío, acariciaba su abdomen como si en él habitara algo que pudiera salvarla. Sin embargo, la realidad golpeaba como una fuerte tormenta en un cristal frágil, pero la voz del médico se repetía de forma cruel:

“No podrás tener hijos.”

No quería volverse loca, por eso sus dedos estaban repletos de ampollas, escribir era su forma de desahogo, esas cartas al destino drenaban su dolor. Esas cartas que nunca enviaría eran su refugio, su único método de no desaparecer.

Tal como lo pidió su jefe, llegó a las nueve con cincuenta y siete, no vio a la asistente de dirección y decidió tocar la puerta, la cual se deslizó de forma automática, y se encontró con él de espaldas, mirando por la ventana como si esperara a alguien que no llegaba.

—Entre —dijo Théodore sin mirarla.

Valerin obedeció en silencio, cerró la puerta tras de sí con suavidad, y avanzó con paso firme hasta el escritorio.

Él se giró entonces, como si el sonido de sus tacones activara algo dentro de él.

—¿Tiene la traducción? —Pregunto sin emoción aparente, sino frío y estoico.

—Sí. —Le entregó la carpeta, conteniendo el impulso de preguntarle si algo andaba mal.

Théodore hojeó las páginas. Sus ojos se movían rápido, pero su expresión era ilegible.

—¿Durmió bien? —preguntó de pronto.

La interrogante la descolocó. No esperaba cortesías, mucho menos preguntas personales.

—Lo suficiente —respondió evasiva, y él alzó la vista, deteniéndose en su rostro con una intensidad que la hizo tragar saliva.

—No parece.

Ella entrecerró los ojos, iba a replicar, pero él fue más rápido.

—Sus ojos están hinchados. ¿Lloró?

El aire en la sala pareció espesarse.

—¿Está cruzando una línea, señor Volterra?

—Posiblemente —dijo con calma—. Pero me preocupa que el dolor le robe la precisión y usted no puede permitirse ser menos que impecable.

Valerin lo miró sin parpadear. Quería gritarle que su dolor no le pertenecía, que no tenía derecho a nombrarlo, pero algo en la forma en que él la observaba no era juicio. Era algo más profundo. ¿Culpa? ¿Interés? ¿Complicidad?

—Estoy bien —mintió con elegancia.

Théodore dejó la carpeta a un lado y se acercó.

—¿Por qué se castiga así? —preguntó, ahora con voz baja, como si él también se odiara por hacer la pregunta. Era cuidadoso al observar, aunque nadie lo notara.

—No sé de qué habla. —Dijo de forma espontánea, pero sí sabía de lo que hablaba.

—Claro que lo sabe, se nota en cómo esconde su mirada.

—Usted no es mi espejo, señor Volterra.

—No, pero me reflejo igual. —Se detuvo frente a ella, tan cerca que podía sentir el perfume de su piel—. Yo también sé lo que es querer desaparecer sin hacerlo. Vivir entre ruinas sin que nadie lo note.

Ella apretó los puños, algo en sus palabras rompía sus defensas con una dulzura amarga.

—¿Por qué me dice esto? —susurró. —Usted está cruzando límites que no le corresponden, no es quien, para hacerlo, apenas no hemos visto tres veces.

Él sonrió, apenas, como si odiara hacerlo.

—Y será la última señorita. —Sintió el corazón quebrarse.

—¿Me está despidiendo? Lo siento señor, me sobrepase. —Los ojos de Valerin se llenaron de lágrimas, pero no cayeron, no quería quedarse sin empleo y tener que volver a la ciudad, a ver a su hermana, a Diego. Incluso ya había gastado sus ahorros en comprar una casa propia en esa ciudad, pensaba quedarse, Florencia la enamoró en tantos sentidos.




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