Te encontré donde menos buscaba,
entre el murmullo tenue de la vida,
y fue tu risa —dulce, inadvertida—
la que, sin querer, todo lo cambiaba.
No hubo relámpagos ni melodías,
solo tus ojos y su calma extraña,
como si el universo en ese día
hubiera decidido soltarme la maraña.
Amarte fue como aprender de nuevo,
como escribir con tinta de esperanza.
Cada gesto tuyo era el relevo
de una historia que pedía confianza.
No pedí promesas, ni juramentos,
solo tu abrazo al final del día.
Y tú, sin saberlo, en cada momento,
me enseñaste el arte de la alegría.
Ahora sé que el amor no grita,
no exige, no rompe, no condena.
El amor, real, es quien te habita
cuando la vida se vuelve serena.
Y si me preguntan dónde empieza el amor,
diré tu nombre sin duda, sin temor.
Porque en tu mirada hallé mi destino…
y en tu alma, al fin, encontré mi camino.
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Editado: 19.04.2025