Éramos un secreto en carne viva,
dos sombras que se buscaban
bajo el peso del mundo que no nos dejaba amar.
Tú, tan distinto a todo lo que conocía,
y yo, tan joven y rota,
tan dispuesta a quemarme
solo por sentir algo real.
Nos amamos sin palabras completas,
con silencios llenos de deseo,
con manos que hablaban
en el idioma de los que no pueden quedarse.
Tu piel era un refugio donde no existía el deber,
solo el temblor…
solo el fuego.
Y aun cuando me marchaba de tu lecho,
me llevaba el calor de tu aliento
en lo más hondo de mí.
No dijimos adiós.
No lo necesitábamos.
Porque lo que fuimos
vive en ese rincón de la memoria
donde el tiempo no toca
y el corazón no miente.
A veces, me pregunto si también recuerdas.
Si cuando la noche es larga
y el mundo duerme,
piensas en mí…
como yo te pienso.
Con los ojos cerrados.
Con el alma ardiendo.
Como si aún estuviéramos allí.
Donde lo prohibido era lo único verdadero.
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Editado: 19.04.2025