Te amé entre velas que goteaban sombras, entre pecados vestidos de seda. Tu voz —veneno dulce— rozó mi oído y bebí tu promesa sin temor a morir.
Cada beso tuyo fue una plegaria rota, cada caricia, un pacto sellado con la noche. No quise salvación, quise belleza; y en tu reflejo encontré mi condena.
Porque amar tu rostro eterno fue olvidar que el alma envejece.
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