resulta sofocante. Hay un chico al que me gusta mirar; por lo que he averiguado, se llama Sky. Lleva a todas horas una cazadora de cuero, pese a que el verano aún no ha terminado, y algo en él me recuerda que el aire no se limita a estar ahí, sino que es algo que respiras. Aunque se halle al otro lado del patio, creo percibir su respiración. No sé por qué, pero en este lugar lleno de extraños es reconfortante que Sky y yo respiremos el mismo aire. El mismo que tú respirabas. El mismo que May respiraba. A veces tu música suena como si hubiera demasiadas cosas aprisionadas en tu interior. A lo mejor ni siquiera tú podías sacarlas todas… A lo mejor por eso te moriste, porque explotaste. Supongo que no estoy haciendo los deberes como debería. Puede que vuelva a intentarlo después.
Atentamente, Laurel
Querido Kurt Cobain: Cuando hoy al final de la clase la señora Buster nos pidió que le pasáramos las cartas, yo miré el cuaderno donde había escrito la mía y lo cerré. En cuanto sonó el timbre, metí a toda prisa mis cosas en la mochila y salí. Hay ciertas cosas que no puedo contar a nadie, excepto a la gente que ya no está aquí.La primera vez que May me puso tu música yo estaba en octavo grado y ella, en décimo. Desde que empezó el instituto fue como si gradualmente se alejara más y más. Yo la echaba de menos, así como los mundos que juntas nos inventábamos; pero esa noche volvimos a estar sólo nosotras dos en el coche, ella puso «Heart-Shaped Box» y yo tuve la impresión de que nunca había oído algo semejante. Cuando May desvió la vista de la carretera y preguntó: «¿Te gusta?», sentí que me había abierto la puerta a su nuevo mundo y me estaba invitando a entrar. Asentí. Era un mundo lleno de emociones para las que aún no tenía palabras. Últimamente te he vuelto a escuchar. Pongo In Utero, cierro la puerta y los ojos y lo escucho muchas veces. Y cuando estoy así con tu voz…, es difícil de explicar, pero siento que las cosas empiezan a cobrar sentido. Después de que May muriera, el pasado abril, fue como si mi cerebro se hubiera desconectado. No sabía qué contestar a las preguntas que mis padres me hacían, así que básicamente dejé de hablar por un tiempo. Y al final todos dejamos de hablar, al menos sobre eso. Eso de que el dolor te acerca a los demás es un mito. Nosotros nos separamos cada uno en una isla: papá en casa, mamá en el piso al que se había mudado hacía unos años, y yo me dediqué a rebotar de uno a otro en silencio, ya demasiado apartada del colegio como para ir los últimos meses. Poco a poco, papá subió el volumen de sus partidos de béisbol, volvió a trabajar en Rhodes Construction y, dos meses después, mamá se marchó a un rancho de California. Tal vez estuviera enfadada porque no le conté lo que había pasado. Pero no puedo contárselo a nadie. Durante ese largo y desocupado verano, me dispuse a buscar en Internet artículos, imágenes o historias que reemplazaran la que no dejaba de reproducirse en mi cabeza. Por un lado estaba el obituario que decía que May era una chica preciosa, una excelente estudiante y una persona muy querida por su familia. Por otro, un breve artículo del periódico, titulado «Adolescente local muere trágicamente» y al que acompañaba una fotografía de flores y cosas que algunos alumnos de su antiguo colegio habían dejado junto al puente, además de su foto del anuario, en la que sale con una sonrisa, el pelo brillante y los ojos fijos en quienes la miramos. Quizá puedas ayudarme a volver a encontrar una puerta que dé a un mundo nuevo. Aún no hecho ningún amigo; es más, apenas he pronunciado palabra en la semana y media que llevo aquí, más allá de «presente» cuando pasan lista o de cuando pido indicaciones en secretaría para ir a una clase. Pero en mi clase de Lengua hay una chica que se llama Natalia y se hace dibujos en los brazos… No los típicos corazones, sino campos con criaturas y árboles y chicas de aspecto vivaz. Lleva el pelo recogido en dos trenzas que le caen hasta la cintura y en su piel oscura todo resulta absolutamente suave. Sus ojos son de dos colores distintos: uno casi negro, el otro verdoso. Ayer me pasó una nota en la que sólo había una carita sonriente. Se me ocurre que a lo mejor pronto podría intentar almorzar con ella. Cuando todos se ponen en la cola para comprar las cosas del almuerzo, es como si formaran un equipo. No puedo dejar de pensar que ojalá estuviera yo allí también, en esa fila. No he querido molestar a papá para pedirle dinero porque cuando lo hago se estresa, y no puedo pedírselo a la tía Amy porque ella cree que estoy satisfecha con los bocadillos. Pero he empezado a recoger calderilla cada vez que la encuentro: un centavo en el suelo, veinticinco centavos en la máquina averiada de refrescos… Y ayer cogí cincuenta centavos del tocador de tía Amy. Me sentí culpable, aunque con eso tenía suficiente para comprar un par de Nutter Butter. Disfruté de toda la experiencia en sí: el estar en la cola con todos los demás; el que la chica de delante tuviera bucles rojos en la cabeza que, saltaba a la vista, ella misma se hacía; el ver la fina arruga que recorrió el envoltorio de plástico al abrirlo y la manera en que cada mordisco producía un crujido como de algo que se quiebra. Después sucedió lo siguiente: estaba mordisqueando una Nutter Butter y observando a Sky a través de las hojas que caían cuando él me vio. Se estaba dando la vuelta para hablar con alguien y fue como si lo hiciera a cámara lenta. Nuestros ojos se encontraron por un instante, hasta que yo los aparté. Me sentí como si varias luciérnagas me revolotearan bajo la piel, iluminándome. Cuando alcé la vista, él aún me miraba. Sus ojos eran como tu voz: llaves de un lugar que podía abrirse de golpe en mí.