Cartas de Amor

Encuentro

               Siempre me gustó escribir. Verter el alma sobre una hoja en blanco. Pero han sido muchas noches oscuras a través de las que olvidé cada una de esas páginas llenas de tinta y letras que volaron libres al cielo nocturno y se perdieron en su memoria. A veces pienso que aquellos poemas se adhirieron al universo y ahora brillan en forma de estrellas, me gusta imaginar que es así; seguiré escribiendo para que mis páginas desplieguen alas e iluminen siempre mis noches oscuras.

 

            Contrario a lo que las personas creen, las hadas sí existen. Las fábulas no son sólo fantasía, de hecho, son más que eso. Yo una vez conocí a la hija de la luna. Bueno, de hecho, hice más que eso.

 

            ¿Alguna vez me has escuchado decir que amo a la noche? Pues la amo. Es que, no lo sé, podría decir que tiene algo especial. Llámame loco, pero incluso he bailado con ella. Ah, y, por cierto, en la noche también salen todas esas criaturas que la mayoría llaman leyendas. Creo que es una razón más de mi gusto por ella, y por supuesto, la razón principal, de noche conocí a aquella doncella.

 

            Todos temen salir cuando las criaturas rondan cerca, es por eso que casi siempre me encuentro aquí sólo. Me siento en una roca grande y gruesa que está a la orilla de un lago y, escribo. Recuerdo que esa vez no salía nada de mí, no brotaba nada, mi alma permanecía silenciosa y escondida en mi interior. Esa sensación es como extrañar a un ser muy querido a quien sólo quieres dar un cálido abrazo al verlo, uno que no termine nunca.

 

            De noche fue la primera vez que la vi y de la única forma en que la podía ver. Sucedió a la media noche, cuando más se adormecen los lirios del campo y reposan los pichones en sus nidos. Me encanta escribir, ¿alguna vez te lo he dicho? Pero nada me gusta más que sentir la cálida brisa nocturna y los millares de puntos brillantes del universo espiándome; porque de allí proviene la inspiración que me corteja, que me seduce con suaves palabras. Pero ese momento en especial no lograba conectar con la naturaleza. Cuando la vi esa vez, ella estaba sentada en medio del lago sobre el reflejo de la luna que relucía a todo fulgor desde lo alto.

 

            Intentaré describirla, con temor de que mis palabras no logren ser suficientes para honrar lo que significaba su presencia, haré el intento. Su cabello largo y lacio le cubría el rostro y descendía por su hombro como una extensa cascada, una cascada blanca y resplandeciente. Porque su cabello era blanco, casi al igual que la nieve. Estando sentada sobre el agua, no llegaba a hundirse, ni siquiera se tambaleaba perdiendo el equilibrio, era como si estuviese posada en tierra firme. Parecía contemplar el interior del lago; paseaba distraída su mano acariciando el agua. En ocasiones levantaba su mirada al cielo y como si mantuviera una conversación con la luna, sonreía. Su nariz respingada asomaba cada vez que, tras juguetear con el agua a su alrededor, volteaba su rostro a lo alto. Esa noche no pude conocer su rostro, pero su piel pálida, mucho más pálida que la mía, se dejaba ver en sus piernas de pies descalzos, en sus manos delgadas y tiernas.

 

            La seguí observando oculto tras la roca en la que solía escribir. De pronto ella se puso en pie. Un vestido casi del mismo color que su cabello se desplegó hondeado ligeramente por la tímida brisa. La tela del corto vestido cubría su torso, con sus hombros y brazos desnudos. Además, dejaba al descubierto la mayor parte de sus largas piernas. Caminó despacio, sujetando tímidamente sus manos tras su cintura; mostraba un gesto de curiosidad, examinando todo a su alrededor. Entonces, ese momento mi corazón casi se detiene pues, ella me miró fijamente desde lo lejos. Su cabello cubría su cara, pero de todos los lugares posibles, su miraba se detuvo donde yo me encontraba. Y comenzó a dirigirse hacia mí.

 

            Me agaché inmediatamente, confundido y sin saber dónde esconderme. Sé lo valioso que es la privacidad y yo me encontraba allí, espiando, violando su momento con el mundo y eso es algo que…

 

Luh´ar mussfelt… iriáh ―pronunció una voz del otro lado de la roca. Escuché unas hojas rozando entre sí. “¡Mis hojas!” pensé. Tenía escrito en ellas casi nada, solo unas cuantas palabras. Cada noche traigo un par de hojas conmigo por si surge algo para escribir, y las había dejado sobre la roca junto con un lápiz y un puñado de almendras.

 

            Preparé mi mejor sonrisa y seguidamente me puse en pie con lentitud:

 

―¡Hol...!

 

            Retrocedió enseguida al darse cuenta de mi presencia, asustada. Al instante una luz enceguecedora desde arriba, de la luna, nos fulminó como un faro. Luego la intensidad del resplandor disminuyó por completo; no había rastro de la doncella, había desaparecido, al igual que mis hojas.

 

            La noche siguiente volví a la roca donde me gustaba escribir, pero ahora ese lugar lo veía como el lugar donde la pude ver, así cobraba vida en mi mente. Para mi sorpresa ella se encontraba sentada con sus piernas cruzadas sobre la roca. Sostenía en sus manos la misma carta, la que se había llevado consigo y, giró, pude ver su rostro por primera vez.




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