La mañana parisina se desperezaba entre las estrechas calles de Montmartre. La niebla del amanecer apenas se disipaba, dejando un aire fresco que impregnaba cada rincón de la ciudad. Las pequeñas cafeterías comenzaban a abrir sus puertas, el sonido de las tazas de porcelana al chocar y el murmullo de las conversaciones se mezclaban con el bullicio de los coches antiguos y las bicicletas que cruzaban las avenidas empedradas.
En una esquina tranquila, cerca de la Place des Abbesses, se encontraba una pequeña floristería de fachada pintada en un tono verde oliva, con ventanas adornadas por macetas llenas de geranios y begonias. La Fleur de Montmartre tenía un aire acogedor, casi como si fuera una extensión del barrio mismo. Dentro, el aroma a rosas, jazmín y lavanda se mezclaba en el aire, creando una atmósfera cálida y serena, casi mágica.
Elena Moreau estaba en su rincón habitual, arreglando un ramo de lirios blancos y peonías. Su delantal, cubierto de pequeñas manchas de polen, se movía con fluidez mientras sus dedos delicados ajustaban los tallos, dándoles forma. Estaba absorta en su tarea, como siempre, pero aquel día había algo diferente en el aire. Como si el destino estuviera esperando en alguna parte, observándola en silencio.
De repente, la puerta de la floristería se abrió con un suave tintineo, y un hombre entró, con paso apresurado pero elegante. Elena levantó la vista, sorprendida. El hombre se detuvo un momento en la entrada, mirando a su alrededor como si estuviera buscando algo, o tal vez, a alguien. Su cabello oscuro estaba ligeramente despeinado, como si hubiera viajado por varias calles antes de llegar allí. Se veía joven, tal vez un poco mayor que ella, pero algo en su porte le daba una sensación de seguridad.
En su intento de evitar un par de macetas colocadas cerca de la puerta, el hombre tropezó con una de ellas. La maceta, a punto de caer, fue atrapada por él en un intento torpe de evitar el desastre. Sin embargo, al mover la mano para sostenerla, golpeó accidentalmente el rociador de agua que estaba sobre la mesa de Elena. El agua salió disparada y se esparció por el aire, empapando a ambos, pero sobre todo al escritor, quien quedó con el rostro mojado y una expresión sorprendida.
Elena soltó una pequeña risa, incapaz de evitarlo. "Oh, mon dieu," dijo con un suspiro, mientras dejaba caer el ramo de flores que estaba arreglando. "Lo siento mucho. ¿Está usted bien?"
El hombre, ahora completamente empapado, se quedó mirando el rociador con una mezcla de desconcierto y diversión. "Creo que sí... pero parece que he terminado con más agua de la que pensaba."
Elena sonrió, un poco avergonzada, y rápidamente fue hacia él con una toalla pequeña que tenía en la mesa. "Déjame ayudarle. No era mi intención mojarle de esa forma."
"Creo que más bien fue mi culpa," dijo él, secándose la cara con la toalla, pero su sonrisa había comenzado a crecer. "Nunca fui muy bueno con las macetas... ni con los rociadores."
"Veo que no es su día de suerte," comentó Elena, aún sonriendo, mientras limpiaba las gotas de agua del suelo.
"Definitivamente no," dijo él, y luego miró las flores que aún estaban sobre la mesa, olvidando por un momento el accidente. "Pero parece que este es el lugar adecuado para buscar algo especial."
Elena levantó la vista, algo confundida. "¿Algo especial?"
"Sí... algo que me inspire." Sus ojos grises brillaban con una intensidad serena. "Soy escritor, y estoy buscando... algo que capture un amor perdido, algo que me ayude a escribir mi próxima novela."
Elena levantó una ceja. "Un escritor... ¿y cómo se llama?"
"Daniel," respondió, su sonrisa más cálida. "Y tú eres...?"
"Elena," dijo ella, mientras se aseguraba de que las macetas estuvieran en su lugar. "Pero esta es La Fleur de Montmartre, no un lugar para accidentes. Aunque, si buscas inspiración, puedo ayudarte."
Daniel la observó, intrigado. "No busco flores comunes. Quiero algo que hable de un amor que nunca se olvida."
Elena, ahora más cómoda, se inclinó hacia las flores sobre la mesa y eligió un ramo de jazmín y lavanda. "Estas flores representan lo que buscas. El jazmín es la dulzura de un amor perdido, y la lavanda, la calma que llega con el tiempo."
Daniel aceptó las flores con delicadeza, aún sonriendo. "Creo que esas son las palabras que necesitaba escuchar."
Antes de salir, él se giró hacia ella, y la miró con una mezcla de curiosidad y algo más. "Gracias por... bueno, por todo," dijo, con una pequeña sonrisa traviesa en sus labios. "Espero que, cuando termine mi libro, pueda venir y mostrarte lo que estas flores me inspiraron."
Elena asintió, sin saber por qué, sintiendo una chispa de algo nuevo en su pecho, algo que no podía identificar. Mientras Daniel se alejaba, el sonido de la puerta de la floristería cerrándose le pareció más silencioso de lo que realmente era.
Se quedó allí, mirando el ramo de flores que había elegido para él, sin saber que esa pequeña interacción cambiaría el rumbo de su vida para siempre.