El día amaneció gris, pero el ambiente en Montmartre estaba tan lleno de vida como siempre. La lluvia comenzaba a caer con suavidad, una fina llovizna que cubría las aceras y tejados de los edificios antiguos, mientras la ciudad seguía su curso. Elena estaba en la floristería, preparando un ramo especial para una boda que se celebraría esa misma tarde. El aroma de las flores frescas llenaba el aire, mezclándose con el suave murmullo de la lluvia que se escuchaba a través de las ventanas.
Ese día, sin embargo, algo la inquietaba. Aunque sus cartas con Daniel continuaban llegando, con la misma dulzura que siempre, había algo que se sentía diferente. No podía dejar de pensar en sus palabras, y aunque se había prometido ir con calma, algo dentro de ella le decía que debía enfrentarse a sus miedos. Pero, ¿cómo se hace eso cuando el corazón se encuentra en la cuerda floja entre el amor y el temor?
Cuando la campanita de la puerta sonó, Elena levantó la vista y vio a Daniel entrar en la floristería, empapado por la lluvia. Su chaqueta oscura estaba mojada y su cabello caía desordenado sobre su frente. A pesar de la tormenta afuera, la figura de Daniel parecía irradiar algo cálido, algo que Elena no podía evitar notar. Sonrió, un poco nerviosa, pero feliz al verlo.
"Bonsoir, Mademoiselle," dijo él con su acento suave, mientras se sacudía la lluvia de los zapatos.
"Bonsoir, Daniel," respondió ella, acercándose para entregarle una toalla que encontró en una de las estanterías. "Tuvo que llover justo ahora, ¿verdad?"
"Parece que el clima siempre elige los momentos más inoportunos," bromeó él, secándose las manos. "Aunque debo decir que no me molesta mucho, siempre me ha gustado caminar bajo la lluvia. Es algo... romántico, no sé por qué."
Elena le dedicó una sonrisa tímida, sintiendo que las palabras de Daniel le llegaban más cerca de lo que esperaba. Como si el hecho de que él estuviera allí, empapado y sonriendo, fuera una declaración silenciosa de su presencia en su vida.
"¿Puedo ayudarte?" preguntó Elena, queriendo romper el silencio que comenzaba a volverse incómodo.
"Solo quería ver cómo estabas," respondió él, su voz suave, casi como un susurro. "Y traerte algo."
Elena lo miró, curiosa, mientras él sacaba un pequeño paquete envuelto en papel marrón de su bolso. Lo entregó con cuidado, sus ojos buscando los de ella.
"¿Qué es esto?" preguntó Elena, tomando el paquete con las manos temblorosas.
"Es un libro que pensé que te gustaría," respondió Daniel con una sonrisa. "Algo para ti."
Con manos suaves, Elena deshizo el papel y vio que el libro era una edición antigua de poesías de Baudelaire. Sus ojos se iluminaron al verlo, y una sonrisa cálida se dibujó en su rostro.
"Es perfecto, Daniel," susurró, tocando las páginas con reverencia. "Gracias..."
"De nada," dijo él. "Sé que te gustan los poetas. Y además, creo que Baudelaire tiene una manera de decir las cosas... como si supiera lo que se siente estar enamorado en París."
Elena no dijo nada, pero su corazón dio un vuelco. La manera en que él la observaba, tan sincera, tan profunda, la hacía sentir como si cada uno de sus gestos tuviera un propósito. Y ella, por alguna razón, no quería apartarse de él.
"¿Tienes algún plan para esta tarde?" preguntó él, rompiendo el silencio de nuevo.
Elena pensó por un momento, mientras se acomodaba una flor en el cabello, sin saber muy bien cómo responder. El deseo de estar con él estaba allí, en su pecho, pero la duda seguía presente, como una sombra que no quería irse.
"No, no tengo planes," dijo finalmente, con un suspiro que casi sonó como una rendición. "Aunque la lluvia no invita a salir, podría ser agradable compartir un café."
"Un café suena perfecto," aceptó él, su rostro iluminado por la sonrisa que le regalaba a cada paso.
El café al que se dirigieron estaba un poco más abajo de la calle, justo en una esquina tranquila de Montmartre. La lluvia seguía cayendo, pero el calor del lugar les daba refugio. El aroma del café recién hecho mezclado con el del pan dulce que horneaban allí creó una atmósfera acogedora, como si todo el mundo hubiera desaparecido para dejarles espacio solo a ellos.
Se sentaron en una mesa cerca de la ventana, y por un momento, todo parecía detenerse. Afuera, los transeúntes pasaban rápidamente, sin notar lo que ocurría dentro de ese pequeño café. Pero ellos, allí, compartiendo un silencio cómodo, sabían que algo había cambiado.
"¿Sabías que Baudelaire escribía sobre las cosas más oscuras de la vida?" dijo Elena, tomando una taza de café y mirando las páginas del libro que Daniel le había dado. "Es curioso, porque a veces las palabras más bellas vienen de los lugares más tristes."
Daniel la miró, sus ojos profundos. "Tal vez es porque las palabras nacen del dolor, Elena. Quizás, solo a través de la oscuridad podemos aprender a ver la luz."
Elena no dijo nada por un momento. Las palabras de Daniel la habían tocado de una manera que no esperaba. Era como si él entendiera algo profundo sobre ella, algo que ella misma no se había atrevido a comprender.
"Tal vez tienes razón," dijo con suavidad, sus ojos encontrándose con los de él. "Tal vez eso es lo que hace que las cosas sean tan... reales."
Por un momento, ninguno de los dos dijo nada más. Solo se miraron, sabiendo que algo estaba comenzando, algo que ambos temían pero que al mismo tiempo anhelaban.
La lluvia siguió cayendo mientras el mundo a su alrededor giraba, pero en ese pequeño rincón del café, el tiempo parecía haberse detenido, y ellos, juntos, sabían que ese era el inicio de algo mucho más grande que ambos. Algo que crecería lentamente, pero que, como las flores que Elena cuidaba cada día, también lo haría con una belleza inesperada.