Pasaron los años, y aunque el tiempo siguió su curso, el amor entre Elena y Daniel nunca se desvaneció. Cada aniversario, regresaban a la cafetería donde todo comenzó, y en cada visita, dejaban una carta escrita a mano, un pequeño testamento de su amor. Cada carta estaba llena de promesas, recuerdos, y sobre todo, de esperanza.
En su rincón favorito de París, bajo la luz suave de la tarde, se sentaban juntos, compartiendo historias, riendo, y recordando lo que había sido su vida antes de ese mágico reencuentro. Pero una tradición se mantenía constante: al final de cada año, Elena tomaba la pluma y escribía en su cuaderno de cuero, un poema que Daniel había comenzado hace muchos años y que nunca había terminado.
"Je t'aime encore, mon amour. Toujours, à travers le temps et l'espace... Mon cœur t'appartient, et toujours t'appartiendra..." ("Te sigo amando, mi amor. Siempre, a través del tiempo y el espacio... Mi corazón te pertenece, y siempre te pertenecerá...")
Y Daniel, con una sonrisa tranquila, añadía: "Et je t'aimerai toujours, même au-delà de l'infini..." ("Y te amaré siempre, incluso más allá del infinito...")
Así, cada año, dejaban una huella en ese pequeño rincón de París, donde su amor florecía una vez más, como si el tiempo nunca hubiera pasado. El amor verdadero no tiene fin, y ellos lo sabían. En ese lugar, en ese tiempo, su amor seguía siendo tan vibrante y eterno como el primer día.
Fin.