El sol se desvanecía en el horizonte cuando Mateo finalmente dejó caer la copa de whisky sobre la mesa. El líquido dorado se derramó sin prisa, formando un charco que pronto empaparía las cartas esparcidas a su alrededor. Los papeles amarillentos habían llegado cada mes, uno tras otro, como un reloj macabro que recordaba el paso del tiempo, pero también el peso de la culpa. Seis meses habían pasado desde que Clara, su esposa, se había ido. Y con ella, toda posibilidad de redención.
La casa que antes bullía de vida estaba ahora llena de una quietud casi insoportable. Las persianas permanecían siempre cerradas, el polvo cubría los muebles, y los platos apilados en la cocina eran testigos mudos de su desgano. Pero lo peor no era la casa vacía; lo peor era la ausencia de Clara. Cada rincón de ese hogar parecía gritar su nombre, como si ella estuviera aún ahí, esperando que él por fin la mirara con el amor que le había negado durante tantos años.
Clara había sido una mujer de infinita paciencia, siempre sonriente, siempre dispuesta a dar más de lo que recibía. Mateo, en cambio, había sido incapaz de corresponderle. No podía recordar una sola ocasión en la que le hubiera dicho algo amable en sus últimos meses de vida. Durante su enfermedad, la había tratado con una frialdad que ahora le parecía imposible de explicar. Cada tos, cada gemido de dolor por parte de ella lo llenaba de una rabia inexplicable, como si su sufrimiento fuera un reflejo de su propia debilidad.
“Te quiero”, le había dicho ella una noche, cuando apenas podía respirar.
Mateo no respondió. Simplemente se levantó de la cama y salió de la habitación, dejando que la oscuridad lo envolviera. No soportaba mirarla, verla tan frágil, tan dependiente. No soportaba el recordatorio de lo que estaba perdiendo, aunque en ese momento no supiera lo que realmente estaba perdiendo. Solo después de su muerte lo entendería, pero ya sería demasiado tarde.
La primera carta llegó un mes después de su funeral. Cuando vio su nombre en el sobre, Mateo pensó que era un error. Pero al abrirla, vio su caligrafía, esa escritura pulcra y redondeada que tanto le había gustado, aunque jamás lo admitiera en voz alta. Al principio, pensó que era una carta escrita mucho antes, una nota de despedida que alguien había enviado por error. Pero el contenido lo dejó helado.
“Querido Mateo,” decía, “hoy ha sido un día difícil. El dolor ha estado más fuerte, pero he estado pensando en ti. Espero que estés bien. Me pregunto si aún piensas en mí. A veces siento que te fallé, que no fui lo que esperabas. Pero aún así, quiero que sepas que siempre te he amado, a pesar de todo. Espero verte esta noche para cenar, si tienes tiempo.”
Mateo había leído la carta una y otra vez, incapaz de comprender cómo era posible. Clara había muerto. Él mismo la había visto hundirse en la cama de hospital, cada día más delgada, más débil, hasta que finalmente se apagó. Pero ahí estaba su letra, como si el tiempo no hubiese pasado, como si ella aún esperara cenar con él, como si aún tuviera la esperanza de que alguna vez la amara como ella lo había hecho.
Los días pasaron en un extraño letargo. Mateo intentó seguir con su vida, pero la carta no lo dejaba en paz. No podía dormir, no podía comer, no podía concentrarse en nada más.
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Editado: 18.09.2024